El término cyborg es un concepto que ha sido abordado desde diferentes ámbitos del conocimiento y ha supuesto un sinfín de apasionantes debates entorno a los supuestos beneficios o perjuicios que la tecnología ha ejercido sobre nuestros cuerpos. El término ha oscilado convulsamente entre la utopía y la distopía, entre la realidad y la ficción, pero desde sus orígenes ha estado siempre muy vinculado a la investigación científica, a la idea de progreso y evolución del ser humano. Sin embargo lo que aquí nos interesa es el salto al plano teórico que propone Donna Haraway en su Manifiesto para cyborg (1995, p. 251) convirtiendo a esta figura en un elemento de análisis social y político, fuera ya de los habituales discursos científicos y tecnológicos en los que se hallaba inscrito.
Es importante aclarar que los lectores no encontraran aquí la visión artística de ninguna promesa tecnológica que apunte hacia un mejoramiento de la especie humana, algo que se ha venido trabajando extensamente con el ciberpunk y otras muchas prácticas artísticas de los 90. Tampoco hallarán entre estas líneas ninguna alusión al cuerpo como un organismo obsoleto que ha de ser amplificado por la tecnología como nos anticipaba Stelarc hace varias décadas. Mi planteamiento esboza esta mítica figura de los 90 como el inicio del fin de un antropocentrismo que ha guiado nuestra cultura durante siglos, posicionándome a favor de una diversidad posthumana que favorezca una dialéctica diferente entre identidad y otredad. Para ello conectaré al cyborg con el salvaje, una apasionante figura descrita y analizada por Roger Bartra (2004) que nos permitirá realizar un recorrido visual a través de las diferentes representaciones de lo humano a lo largo de la historia y situar al cyborg como una consecuencia lógica dentro de la cultura occidental.
“Lo que la razón complica, las redes lo explican. La particularidad de los occidentales es haber impuesto por Constitución la separación total de los humanos y los no humanos (…) y haber creado así artificialmente el escándalo de los otros”. (Latour, 2007, p.152)
A lo largo de esta reflexión se hará referencia al poshumanismo, es importante destacar que este concepto se aplica siempre en términos posmodernos, como superación de las premisas del humanismo, y no como sinónimo de transhumanismo, corriente de pensamiento que aboga por un mejoramiento de la especie humana, una suerte de “evolución participativa” que conserva un excesivo optimismo en la idea de progreso.
- El salvaje según Bartra: aproximaciones hacia una construcción de la otredad.
El mito del salvaje es una imagen que tuvo su auge en el medievo y que se desarrolló en la época colonial para definir a los nativos de otras zonas del mundo. Siempre se ha creído que la imagen de esos nativos descritos como seres bestiales y salvajes era una construcción generada por la expansión colonial, sin embargo la tesis de Bartra apunta a que ese origen se halla inmerso en la historia de nuestra cultura, un “hilo mítico que atraviesa milenios y que se entreteje con los grandes problemas de la cultura occidental” (Bartra, 2001, p. 88).
Bartra conecta, al margen de cualquier mutación, los diferentes mitos del salvaje a través de una serie de elementos que le son comunes: la búsqueda incansablemente de la naturaleza humana siempre pura e inalterable, la obsesión europea por el Otro -que nada tiene que ver con el conocimiento de lo ajeno sino más bien con el deseo de reafirmación de si mismo- y por último visibilizar el binomio naturaleza/cultura en la construcción de nuestra identidad.
Según este autor el mito del salvaje tiene sus orígenes en la cuna de nuestra cultura, donde nacen personajes que por su identidad híbrida (mitad hombre, mitad animal) son perfectos conocedores de un mundo natural ya limitado para el hombre. Sátiros, centauros, silenos, cíclopes… seres de atributos bestiales y vida salvaje que no habían sido domesticados, humanos y semihumanos que ayudaron a construir la identidad del individuo griego.
Ese avance de la naturaleza sobre el espacio civilizado, símbolo hasta ahora del hombre salvaje, deja paso al anacoreta que se refugia en la naturaleza más agreste en busca del estado primigenio. Se trata de la primera mutación del salvaje que nos adentra ya en el mundo judeocristiano. El desierto bíblico como un lugar no humanizado, símbolo de la esterilidad y la muerte y por consiguiente de las limitaciones humanas se ve interiorizado metafóricamente por el salvaje, convirtiéndose en un estado moral vacuo donde el individuo es despojado de cualquier atisbo de civilización, un lugar ambiguo pues supone un terreno predispuesto para la fe y el milagro pero también para el abismo y la locura. Estos salvajes místicos representados en la mayoría de los casos como hombres hirsutos, eran capaces de comunicarse directamente con Dios y rechazaban los intermediarios eclesiásticos. En la pintura de Pere Vall San Onofre y San Benito (Fig. 1) podemos ver una interesante representación del salvaje Onofre que se haya contrapuesto a la figura vestida del monje Benito, de nuevo aquí esa dicotomía entre naturaleza-cultura y por supuesto dos maneras opuestas en su búsqueda por la unión con la divinidad.
El salvaje medieval retoma la agresividad del monstruo de la mitología griega y lo sitúa en un ser desprovisto de moral, en ese desierto interior judeocristiano del salvaje místico. Tenemos aquí el caldo de cultivo perfecto para la construcción del homo sylvestris medieval, de fisionomía humana y aspecto hirsuto. Ese carácter híbrido de fusión entre lo animal y lo humano lo convertían en un ser monstruoso, violento y de irrefrenables instintos sexuales. En el medievo el espacio civilizado y el natural estaban marcadamente diferenciados y esto era representado a través de dos figuras antagónicas, el salvaje se contraponía así a la figura del caballero medieval, emblema de la pureza y la integridad. Sus impulsos debían ser reprimidos para mostrar admiración, respeto y adulación por la mujer amada.
Ya en el Renacimiento nos enfrentamos a una nueva mutación que conecta al hombre sylvestris con personajes de faunos, sátiros, centauros, etc… Piero de Cosimo fue uno de los primeros autores en representar al salvaje domesticado. En sus obras podemos ver escenas tiernas y melancólicas protagonizadas por figuras de la mitología griega que nada tiene que ver con la agresividad que tradicionalmente los caracterizaba. La razón por la que este artista fusionó al hombre salvaje con los personajes de la mitología griega es un misterio, aunque es muy probable que se debiera a la influencia del grabado de Durero Hércules realizado en 1498 donde establece una importante mutación, representa a la figura del sátiro como a un padre de familia, como un salvaje noble y domesticado.
Bartra sitúa las causas que han propiciado esta mutación, en la cultura pagana del siglo XV donde ya se veía una versión del salvaje bondadoso en los tapices de Basilea, así como también en el misticismo que busca una conexión directa con la divinidad y un estado primigenio de pureza y bondad. Sin embargo, los personajes tanto de Cosimo como de Durero no eran los habitantes de una naturaleza primordial, del Edén o de la Edad de oro, sino seres bestiales, no eran Adán o Eva, sino salvajes.
Todo parece encaminarnos ya hacia el buen salvaje de Rousseau, quien podría haber sido el primero en darse cuenta del desconocimiento occidental hacia el otro. Lejos de creer que el salvaje surge en Rousseau como imagen simbólica de los primitivos descubiertos en América y África, Bartra considera que esta figura es europea y su origen se remonta al homo sylvestris, que ha sido creado para entender las características de la cultura civilizada más que para comprender a los nativos de otras partes del mundo. El salvaje, dice, “ha sido creado para responder a las preguntas del hombre civilizado” (Bartra, 2004, p.16)
El salvaje que describe Rousseau es incívico, carece del uso de la palabra y se rige por los impulsos y deseos naturales. Desconoce otras necesidades distintas a las básicas de todo hombre, pero tiene lo que ningún otro posee: es libre, perfectible y piadoso. Esta libertad, que no es más que la capacidad para perfeccionarse, supone a su vez la causa que nos aleja de nuestro estado natural salvaje y para recuperarlo nos propone despojar al individuo de todo artificio. Define un estado salvaje primigenio y considera que el mal no está en el individuo sino en la sociedad que va transformando su estado original de naturaleza.
Goya se aleja de la ilustración para mostrarnos una visión más atormentada. Sus representaciones se encuentran ya lejos de esa nobleza adscrita al salvaje para mostrarnos a hombres desnudos que preparan los cadáveres para la celebración de un festín caníbal. Me estoy refiriendo a cuatro pinturas realizadas aproximadamente en el año 1800 que desembocarán en las pinturas negras de la quinta del sordo, con obras como Saturno devorando a sus hijos. Sin duda estos salvajes que muestran la parte más sórdida de la raza humana ya nada tiene que ver con las visiones de Rousseau. Y ya a principios del siglo XIX aparece lo que Bartra denomina el salvaje romántico (Bartra, 1997, p.193) por excelencia, el famoso Frankenstein surgido de la novela publicada por Mary Shelley en 1818. Con él comienza una nueva mutación y la aparición por primera vez del salvaje artificial. Un personaje que a pesar de ser creado artificialmente reproduce las características humanas del salvaje de Rousseau: el nuevo hombre es bondadoso y sentimental pero su naturaleza original se verá transformada en una violencia interior surgida de las agresiones y humillaciones que recibe llegando a desarrollar la misma brutalidad que aquellos personajes vistos en Goya. Pero existe aquí un detalle que se aleja de las ideas de Rousseau, la expulsión hacia la soledad ya no es voluntaria sino ejercida por la sociedad, el resultado por lo tanto no es un reencuentro con su propio estado salvaje. El aislamiento es la causa de la corrupción de su estado original.
Con Mary Shelley vemos cómo desaparece el concepto de la maldad asociada a la naturaleza de lo monstruoso, el doctor Frankenstein ha conseguido crear una criatura noble pero la ciencia no ha podido otorgarle la belleza. En el momento de su creación la única violencia que se produce no proviene de la criatura sino de aquellas personas que observan lo monstruoso. La contradicción y el juego entre la dicotomía natural/artificial potencia y revitaliza el viejo mito del salvaje y a la vez establece una crítica al racionalismo de la Ilustración, no nos olvidemos que Frankenstein es la creación monstruosa de la ambición de un científico racionalista.
Los niños salvajes fueron un verdadero reclamo para la sociedad de la época. El caso más famoso de todos fue el del niño salvaje de Aveyron, criado solo en el bosque durante años, fue capturado en 1799 y posteriormente educado en París por el Doctor Jean-Marc-Gaspard Itard. Su marcado interés por descifrar cuál es la naturaleza humana le lleva a analizar y estudiar este caso dejando constancia de ello en su libro De l´éducation d´un homme sauvage (Itard, 1801). Sin duda había encontrado a la persona que respaldaba las teorías de la Ilustración, un hombre natural en estado puro. Este caso fue llevado al cine más tarde por Truffaut en El pequeño salvaje.
Durante el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX los hombres salvajes fueron un espectáculo para la sociedad occidental. En los Freak shows, como se denominaban en EEUU, se exhibían a personajes con algún tipo de anormalidad. Estos seres pasaron de ser objetos de estudio y de investigación científica a formar parte de la curiosidad popular en ferias y circos. El interés que suscitaron estas ferias contribuyó a obras como Freaks de Tod Browning (1932) o posteriormente El hombre elefante de David Lynch, pero también a artistas como Diane Arbus quien se interesó por este tipo de espectáculos que curiosamente aún se estaban produciendo en algunos lugares de EEUU durante los años sesenta.
En el siglo XX se produjo un hecho sin precedentes, el mito del salvaje desciende de la élite intelectual a la cultura popular. La novela de Tarzán escrita en 1914, nos sitúa ante una amplificación masiva de las ideas de Rousseau. Nuestro nuevo noble salvaje se convierte en un renovado homo sylvestris cuya violencia ya no radica en él sino en los negros caníbales de las tribus de la zona o los feroces animales de la jungla. Nuestro honorable hombre monógamo ya no es un peligro para las mujeres como lo era en su día el homo sylvestris, sino más bien un héroe justiciero que nos recuerda a los caballeros cruzados. Las connotaciones racistas, colonialistas y machistas son incuestionables pero hemos de admitir que nos encontramos ante una continuación del mito que desembocará en lo que la industria cultural moderna llama superhéroes. Estos personajes de atributos bestiales representan un binomio hombre-animal, así nos podemos encontrar con el hombre araña, la mujer gato, el hombre murciélago, etc… sus lugares de actuación ya no son la selva o el espacio natural, sino el espacio urbano y civilizado.
A lo largo de la historia hemos podido ver cómo muchas de las características del homo sylvestris medieval han servido a la antropología para definir a los habitantes de otras regiones del mundo, algo que debe hacernos replantear la relación existente entre la naturaleza y la cultura. Diferentes libros nos han dejado ilustraciones muy inquietantes que corroboran esta interesante transposición de la cultura a la ciencia, una prueba de ello la encontramos en la gran enciclopedia de Historia Natural Monstrorum historia (Aldrovandi, 1642), un inquietante estudio que nos revela un mundo lleno de seres híbridos, criaturas mitológicas y entes de dudosa existencia que se mezclan con casos reales de deformaciones congénitas, siameses o andróginos para conformar una enciclopedia que se concibe como bestiario ilustrado.
El esteriotipo que se creó entorno a los salvajes de la época colonial para definir a los nativos de esas zonas no occidentales, es en realidad un producto cultural que se gestó mucho antes con el homo sylvestris. Es necesario remarcar entonces que el “salvaje solo existe como mito” (Bartra, 2001, p. 89) y la construcción de la otredad del salvaje es producto de la imaginación europea tras la que se oculta la dominación colonial.
- El cyborg: un salvaje construido
El término cyborg surge en el contexto de la carrera espacial estadounidense y fue acuñado por los científicos Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline en un artículo titulado Cyborgs and Space (1960). En él sus autores proponían la creación de un ser mejorado, compuesto de materia orgánica y dispositivos cibernéticos. El documento analizaba las intervenciones artificiales que serían necesarias para ampliar los sistemas de autorregulación del cuerpo como el metabolismo, respiración, latidos del corazón, temperatura…
El cyborg es una criatura híbrida que despertó todo un imaginario que reflexiona entorno al ser humano y su relación con la tecnología, pero también ha servido como metáfora y posicionamiento político a Donna Haraway quien lo concibe como una forma subversiva de resistencia que se opone a identidades estables y esencialistas. Para Haraway el cyborg es un esfuerzo blasfémico dirigido a los grandes metarrelatos de nuestra historia, una estrategia retórica que pone en evidencia los dualismos como legado discursivo. El cyborg es en definitiva un irreverente sujeto político, un mito irónico que se opone al sujeto racional ilustrado. “Un cuerpo cyborg no es inocente, no nació en un jardín; no busca una identidad unitaria y, por lo tanto, genera dualismos antagónicos sin fin, se toma en serio la ironía”. (Haraway, 1995, p. 309)
Haraway establece tres rupturas esenciales de las dicotomías de pensamiento occidental para el análisis político: humano/ animal, humano/máquina y físico/no-físico. Esta perturbadora alteración confiere identidad a un cyborg que busca adentrarse en fusiones ilegítimas. El cyborg “es nuestra ontología, nos otorga nuestra política”. (Haraway, 1995, p. 254)
Resulta interesante imaginar el impacto que pudo haber tenido el Manifiesto Cyborg de Haraway, en un contexto donde el gran éxito de taquilla Terminator, estrenada tan solo un año antes, habitaba el imaginario colectivo. Estamos hablando de una sarcástica visión que contraponía el cyborg de Haraway, diseñado para la acción política feminista, con una visión dominantemente masculina del poder y la fuerza.
Esta autora recupera así esa esencia liberadora propuesta en sus inicios por Clynes and Kline. Si para ellos el cyborg nace como una forma de superación de las limitaciones del cuerpo a las condiciones del entorno ¿por qué no liberarlo también de las barreras y acotaciones conceptuales a las que se ve sometido? La lucha del cyborg de Haraway radica en el reconocimiento de la presencia de límites difusos y cambiantes, de la existencia de identidades cuya “naturaleza” implica la posibilidad de la alteración, el cambio o la mutación, pero también nos obliga a la reflexión. Es “un canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción”. (Haraway, 1995, p. 254)
En esta interesante tarea que supone la búsqueda de las diferentes formas en las que se nos presenta el cyborg, siempre concebida desde los planteamientos expuestos por Haraway y conectada a las derivas salvajes de Bartra, me parece interesante aquella que reivindica la organicidad de los cuerpos como un elemento constitutivo más de lo humano, pues supone una clara ruptura con la idea ya preconcebida de que el cyborg tiende hacia un modelo aséptico, que transciende la organicidad del cuerpo para adentrarnos en un mundo postbiológico.
Un cuerpo no ha de presentarse necesariamente acoplado a una máquina para constituirse como un ser híbrido. La ruptura con la pureza de lo humano ha de ser asumida en el momento en que somos capaces de concebirnos como el resultado de un complejo entramado de elementos de diferente naturaleza. Dos de las obras de Reynold Reynolds creadas en 2008 y 2010 nos muestran de una manera muy sutil esa conexión. En Secret life descompone el tiempo y el espacio para articular el movimiento vital del cuerpo humano en sintonía con el movimiento de las plantas en su crecimiento, respiración, búsqueda y muerte. Esa fragmentación y la reconstrucción del tiempo es lo que hace posible ver la escena como una unidad en la que lo humano y lo vegetal comparten el mismo ritmo vital que se desenvuelve acompasado por el sonido de un reloj a modo de latido mecánico. La naturaleza, lo humano y la técnica son mostradas como partes constituyentes de un perfecto engranaje. Lejos de proponernos aquí la idea de un organismo/máquina que reniega de su organicidad, Secret life nos muestra un cuerpo que es carne, vísceras y sangre, un cuerpo consciente de su fragilidad y caducidad pero que de ningún modo se confiere como un ente esencialmente orgánico.
“La imaginería cyborg puede sugerir una salida del laberinto de dualismos en el que hemos explicado nuestros cuerpos y nuestras herramientas” (Haraway, 1995, p.311). Sin embargo esta idea de un cuerpo híbrido donde lo orgánico es atravesado por un complejo entramado de elementos de diferente naturaleza, deja entrever una de las más inquietantes consecuencias de esta articulación. En Secret machine, Reynolds nos invita a adentrarnos en un complejo laboratorio donde un cuerpo femenino se ve sometido a un intenso estudio científico. Aquí, al igual que en Secret life, lo tecnológico sigue marcando los tiempos de la condición humana, pero la mediación con lo tecnológico se presenta en este caso como una lucha de fuerzas que subordina el cuerpo a un sinfín de números y medidas, recordando argumentos ya denunciados por Haraway: el control y la domesticación de los cuerpos y su sometimiento a los discursos de la ciencia como acto invasivo y violento que la define.
He aquí su gran ambivalencia: sobre las potencialidades liberadoras del discurso cyborg recae también sus más duras consecuencias. El cyborg representa así nuestros miedos y fascinaciones al igual que sucediera con el salvaje, pero recordemos qué tres cuestiones básicas plantea la figura de Bartra: la búsqueda de la naturaleza humana -en este caso siempre ligada a la naturaleza pura e inalterable-, la definición de la otredad –que supone en todo caso un reflejo del Yo- y en última instancia potenciar la reflexión entre la conexión naturaleza/cultura.
Para analizar cómo se posiciona el cyborg con respecto a estas tres cuestiones solo bastaría con desmontar la última de la premisas, pues asumir un vínculo entre naturaleza y cultura nos permitiría desvelar nuestra verdadera naturaleza híbrida y cambiante, y plantear así una nueva dialéctica con la otredad.
Fernando Broncano en su libro La melancolía del ciborg define a los humanos como un producto de la técnica, “Son, fueron, somos lo que llamaré seres cyborg, seres hechos de materiales orgánicos y productos técnicos como el barro, la escritura, el fuego.” (Broncano, 2009, p.19). Los humanos, dice, estamos hechos por prótesis. Nuestro cuerpo no es una entidad puramente orgánica pues la tecnología, la cultura o los hábitos de vida han transformado nuestros cuerpos. Somos producto de esa articulación. Esta nueva concepción de lo humano pasa por establecer un nuevo elemento transformador: las prótesis culturales que él mismo define como signos y símbolos que transforman el modo de pensar y que generan una forma de acceso diferente a la realidad, “son prótesis que están ahora transformando nuestra manera de ser y no simplemente nuestra manera de estar” (Broncano, 2009, p. 21). La idea de salvaje sería pues un artefacto cultural que nos ha permitido a lo largo de la historia reflexionar sobre la condición humana. Con él se ha dibujado una interesante trayectoria biográfica de lo humano que continúa hoy esbozándose con el imaginario cyborg.
Partiendo de la clasificación que hace Broncano (2009, p.21) estableceremos dos tipos de prótesis: las invasivas, aquellas que mediante la invasión del cuerpo reparan partes dañadas del mismo o amplifican otras, como por ejemplo las gafas o marcapasos, y las prótesis exógenas, aquéllas que transforman nuestro entorno recodificando nuestro cuerpo para su adaptación. “Los humanos fueron siempre monstruos prometedores que rompieron el equilibrio genético para iniciar nuevas sendas evolutivas. Sus prótesis fueron siempre el inicio de nuevas formas de dependencia de sus propias producciones” (Broncano, 2012, p. 31)
La artista multimedia japonesa Seiko Mikami hace perceptible las relaciones invisibles existentes entre el cuerpo y el objeto. Sus piezas interactivas trabajan a menudo con los datos del cuerpo amplificando su percepción y desarrollando un nuevo sentido de lo humano. En su obra Gravicells el participante se sumerge en una nueva percepción del cuerpo sujeto a las condiciones del espacio y la gravedad. La instalación interactiva consta de una superficie situada sobre el suelo que detecta a través de varios sensores el peso, posición, velocidad, y aceleración de la persona que se mueve sobre él, traduciendo estos datos a unas líneas proyectadas sobre el suelo que reflejan la fuerza de gravedad del cuerpo y la resistencia que ejerce la superficie bajo sus pies. Esta instalación está a la vez conectada a seis satélites que determinan nuestra posición y movimiento en el espacio, creando puntos de observación fuera de la tierra y expandiendo así nuestro área de percepción. Mikami nos hace conscientes aquí de la presencia de diferentes factores que intervienen en la construcción de nuestros cuerpos y que no siempre están visibles para nosotros.
Los medios, al modificar el ambiente, suscitan en nosotros percepciones sensoriales de proporciones únicas. La prolongación de cualquier sentido modifica nuestra manera de pensar y de actuar –nuestra manera de percibir el mundo. Cuando estas proporciones cambian, los hombres cambian. (McLuhan 1967, p. 41)
En su obra Desire of codes (Ars electronica, 2012, p. 56-62) lo que Seiko Mikami nos muestra es la interacción del cuerpo humano con la tecnología de la información. Esta pieza consta de una pared sobre la que se han colocado 90 sensores cada uno acoplados a una cámaras y un micrófono. Sobre el techo se despliegan 6 brazos robóticos también dispuestos con cámaras, todas y cada una de ellas siguen y registran el movimiento del visitante. Las imágenes tomadas, junto con otras extraídas de diferentes cámaras de vigilancia instaladas en varias partes del mundo, son mostradas en una gran pantalla circular fragmentada en espacios hexagonales que simula el ojo compuesto de un insecto.
El sonido de insectos que invade la instalación junto con el movimiento serpenteante de las cámaras instaladas en el muro, así como el movimiento orgánico de los brazos robóticos en el seguimiento constante del visitante, convierte a este sistema de información en una especie de organismo vivo e inquietante donde irónicamente el humano parece convertirse en un extraño huésped.
Me gusta pensar la poética tecnológica de Seiko Mikami como elemento que posibilita un entendimiento de lo humano más abierto y en conexión con interacciones externas. La explicación de lo humano no está encerrada en el propio cuerpo, se expande, se transforma y se redefine constantemente. Pero sus obras también nos muestran un futuro que no resulta nada prometedor para la especie humana, cuerpos sometidos a estrategias de control y a una excesiva dependencia tecnológica. En la nueva visión que aquí se propone del cyborg no podemos olvidar las duras críticas vertidas hacia esta vieja figura de los 90, tras los sueños prometedores de libertad y los supuestos beneficios de las tecnología se esconden los más oscuros deseos capitalistas adscritos al progreso, un mundo de creciente desigualdad y concentración de poder. La nueva concepción de cyborg ha de asumir dicho reto, ser conscientes de nuestra naturaleza articulada nos hace responsables en la construcción de nuestro entorno, atrás quedó la visión inocente de un mundo basado en el motor del crecimiento tecnológico que se pensó más justo y liberador.
Sin embargo, quien mejor ha representado al cyborg como mito ha sido Matthew Barney. El cuerpo para él es posthumano, pero no en el sentido en el que lo imponen las prácticas artísticas que abogan por la desaparición del cuerpo y la superación de lo humano, sino como una redefinición del mismo. Su postura es la misma que inspira al cyborg de Haraway, la visión de un ser híbrido que pone de manifiesto un mundo postgenérico que transgrede todo tipo de fronteras.
La obra de Barney supone pues el mejor ejemplo para justificar mi hipótesis ya que no sólo su universo imaginado responde a ese mundo visionado por Haraway, sino que sus analogías y referencias constantes a la mitología occidental entroncan a la perfección con Bartra, que ve como ese hilo conductor es perpetuado a través de una nueva mutación del mito y vuelto a reinterpretar para ser adaptado a las sensibilidades contemporáneas.
“El cyborg aparece mitificado precisamente donde la frontera entre lo animal y lo humano es transgredida. Lejos de señalar una separación de los seres vivos entre ellos, los cyborgs señalan apretados acoplamientos inquietantes y placenteros. La bestialidad ha alcanzado un nuevo rango en este ciclo de cambios de pareja”. (Haraway, 1985, p. 4)
Las obras de Matthew Barney están repletas de seres andrógenos como las extrañas ninfas de Cremaster 4 que posan desnudas y acompañan al protagonista de la película, igual que ocurría con las ninfas griegas, ayudantes de divinidades como Pan, Dionisos o Apolo. Pero estos seres que proyecta Barney ya no son el símbolo de la feminidad y la belleza, sus cuerpos son andrógenos y asexuados y sus actividades ya no transcurren en la inconmensurable naturaleza sino en los paisajes urbanos del siglo XXI.
Los sátiros son también figuras recurrentes que este artista readapta con una estética muy personal. En el mismo capítulo de la serie Cremaster, el sátiro protagonista se moldea a través de la fusión entre la cultura griega y la celta, sus dos pares de cuernos están inspirados en los carneros Laughton criados en la Isla de Man, lugar en el que se rodó íntegramente el film, y en Drawing Restraint 7 la vieja figura del sátiro griego es convertido también en un ser asexuado que recorre en limusina las calles de una gran ciudad.
Lo realmente interesante es que nos muestra a sus personajes híbridos como seres que crecen y se moldean entre los fragmentos de la historia y la mitología, “dando vida a una escritura visual que recoge el ADN cultural de la humanidad, aquel caldo genético de donde nacen los hombres y las mujeres” (Gambari, 2009, p.19). Este artista no habla sólo de fusiones entre binomios aislados como podría ser el de naturaleza/artificio, hombre/mujer, cuerpo/tecnología etc. Barney nos concibe como un ente construido a través de un entramado de relaciones que fusionan lo humano y tecnológico con la naturaleza o la cultura. Crea una serie de personajes y de historias ficticias que condensan realidades humanas que hoy nos son comunes y universales. Proporciona en definitiva una nueva mitología contemporánea.
CONCLUSIONES
El cyborg supone un revulsivo en el modo de aproximarnos a la condición humana. Hemos visto a través del salvaje como a lo largo de la historia la dialéctica entre identidad/otredad ha estado franqueada por discursos potenciados por la supuesta naturaleza pura de lo humano. Desmontar esta máxima y asumir nuestra propia artificialidad nos situaría ante un nuevo escenario que necesariamente pasa por posicionarse a favor de la diversidad y asumir el devenir post-humano. Sin embargo, lo post-humano no implica aquí la aceptación de un futuro post-biológico de corte transhumanista, el cyborg ha dejado de ser esa promesa de liberación irradiada de cierto optimismo, para ser mostrado como un ser ambivalente que entraña a la vez innumerables peligros. Lo humano ha sido, es y seguirá siendo un cuerpo articulado y atravesado por múltiples relaciones.
Con este breve análisis de nuestra naturaleza híbrida hemos querido dar continuidad a esa evolución iconográfica del salvaje abierta por Bartra. No ha sido más que un bosquejo, una puerta abierta a la reflexión que plantea innumerables debates y todo un imaginario aún en ciernes.
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Beatriz Coto es artista visual e investigadora. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Granada donde realiza actualmente su doctorado. Miembro del colectivo artístico Laramascoto, trabaja tanto la animación experimental como la instalación audiovisual en torno al dibujo expandido, realizando exposiciones en instituciones nacionales e internacionales como la New Media Gallery de Vancouver, la Bethanien Kunstraum Kreuzberg de Berlín, Proyecto Circo de La Habana, ÓpticaFestival, Foconorte, Lumen_ex, Intransit 2011, Circuito Berlín 012, en el Instituto Cervantes de Berlín, el MAG de Elche y en Museos como el de Bellas Artes de Asturias, el CCAI de Gijón, el MuVim de Valencia, Museo Barjola de Gijón o el Museo San Ildefonso de México DF.
Ha participado en plataformas como Intransit, Open Studio en Madrid y han realizado residencias en lugares como la Kunstlerhaus Glogauer de Berlín, exponiendo en Galerías como Rafael Perez Hernando, Gema Llamazares, Liebre, Espacio Líquido, Guillermina Caicoya y participado en ferias como Arte Lisboa, Arte Santander, Mulafest, Just Madrid, Estampa y ARCO. Entre sus premios y becas se encuentran el “Premio joven JustMAG” de JustMAD 2012, el Primer premio de Arte40, la Beca AlNorte y premio Ángel Andrade.