LA REVOLUCIÓN EN MARCHA: CUANDO EL FUTURO ÉRAMOS NOSOTROS. (YAYO AZNAR )

RESUMEN:

El texto trata de explorar la naturaleza de las revoluciones, comenzando con la idea de Hannah Arendt sobre el “problema del comienzo”. Partiendo de la Revolución Rusa de 1917, y destacando que su inicio real fue en febrero, con la participación activa de las mujeres y los obreros. La narrativa muestra cómo estas movilizaciones, impulsadas por la rabia y la necesidad, transformaron a los “miserables” en sujetos históricos. Se menciona la importancia de comunidades inesperadas y la acción colectiva en la política, contrastando con la visión individualista del liberalismo. Además, se reflexiona con obras artísticas que plantean una representación de la lucha obrera y la construcción de la identidad colectiva. Se subraya que las revoluciones son impulsadas por el deseo de cambio social, aunque a menudo enfrentan fracasos y decepciones, dejando un legado de esperanza y lucha por la libertad.

PALABRAS CLAVE / KEYWORDS: Revolution / Mobilization / Participation / Arte & politic

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Sostenía muy correctamente Hannah Arendt que la revolución “nos enfrenta directa e inevitablemente con el problema del comienzo”1. En todos los sentidos: el problema del comienzo de algo nuevo que no sabemos que será, que habrá que construir no sin dificultad y, desde luego, no sin fracasos; y el problema del comienzo de la propia revolución, siempre un misterio porque toda revolución supone iniciar la marcha desde un nuevo origen, es decir, cuando se inicia la marcha el origen ya está dado quizás en el tiempo del devenir, el del “acontecimiento”, el que Nietzsche llamaba “lo intempestivo” y que Deleuze hizo suyo para señalar en él “la única posibilidad del hombre de responder a lo intolerable” cuando ya hacía tiempo que los seres humanos habían decidido que la pobreza no era un estado natural.

En realidad, la Revolución Rusa de 1917 empieza en las jornadas del 23 al 27 de febrero. Octubre es otra historia, una historia de la que Eisenstein, John Reed y tantos otros han creado una imagen que es tan potente que suele opacar el conjunto de ese año memorable dejando en la sombra el momento revolucionario inicial. La mañana del 23 de febrero, desobedeciendo a todo el mundo, las obreras textiles salen a la calle. Miles de obreras de la fábrica siderúrgica Putilov, despedidas de los talleres debido a un cierre patronal, se suman a ellas. Los barrios populares empiezan a unirse a la huelga, aparecen banderas rojas, se producen enfrentamientos con la policía… El día 25 la huelga se extiende, los estudiantes se unen al movimiento, los tranvías dejan de funcionar, la mayoría de las tiendas cierran. Delante de la catedral de Kozán la policía montada abre fuego contra la multitud, pero las tropas de la guarnición vacilan y, en algunas ocasiones, se niegan a disparar. Esa misma noche el buró bolchevique decide publicar una octavilla llamando a la huelga general en toda Rusia. Los días 26 y 27 los obreros afluyen desde los barrios populares al centro de la ciudad. Los puentes sobre el río Nevá están bloqueados por las tropas pero la muchedumbre pasa caminando sobre el hielo. Se libra una batalla en la que el rumbo de los acontecimientos cambia cuando soldados de diferentes regimientos, e incluso algunos guardias, hacen causa común con los obreros. El último puñado de tropas fieles al régimen se refugia en el Almirantazgo, pero al final del día se dispersan. El zar tiene que ir pensando en hacer las maletas.

Todo empieza con un pequeño acontecimiento, una marcha de mujeres enfadadas capaces de catalizar la rabia, el resentimiento y un no detectado sentimiento de comunidad de los “miserables”. Así las ve Zola en Germinal, las mujeres avanzaban “ocupando la anchura del camino, miserables y tristes, moviendo la cabeza con inquietud”. “Las veían así por primera vez y nada era peor señal”, añade. “Comúnmente todo se torcía cuando las mujeres andaban así por los caminos”. Pronto serán muchos más: “Tres mil obreros o más, mujeres, chiquillos hambrientos, haraposos, semidescalzos, agarrados a las polleras de las madres, en tanto que poco a poco iban llegando los más rezagados, en un murmullo que se levantaba, crecía, y luego se apagaba en un flujo y reflujo parecido al movimiento de las olas del mar”. Un ejército de “miserables” que ahora se convierten en sujetos históricos intentando hacerse con su destino al compartir una cierta certeza de que ahora “ha llegado el momento”, aunque al final todo lleve al fracaso como si fuera un destino ineludible de la revuelta, de hecho como si fuera su única posibilidad tal y como se entreve a lo largo de toda la novela, una de las más pesimistas de Zola y eso ya es decir mucho.

Al final, comunidades no esperadas, no detectadas. Todos sabemos que la insurrección de la Comuna del 18 de marzo de 1871 tiene sus raíces en el prolongado asedio que padeció París durante el invierno de 1870-1871. Los republicanos jacobinos, los internacionales, los blanquistas, la pequeña burguesía sublevada ante la traición del gobierno de Defensa Nacional, la bohemia estudiantil y artística, todos esos individuos y grupos, claramente enfrentados durante los últimos años del Imperio, condujeron conjuntamente la jornada del 18 de marzo con mucho éxito y sin derramar prácticamente una gota de sangre. Y fueron capaces de unirse porque, durante el asedio, habían formado parte de los mismos batallones, habían disparado juntos, habían hablado y habían sido capaces de constituir el Comité Central de la Guardia Nacional. Comunidades no esperadas, no detectadas.

La verdadera política nace de la acción común y no al revés. Comunidades inesperadas. Hannah Arendt2 describe la Revolución Francesa como el momento “donde se derrumbó la autoridad tradicional y los pobres de la tierra se pusieron en marcha, donde abandonaron las tinieblas de su desgracia y descendieron a la plaza pública; su furor pareció tan irresistible como el movimiento de las estrellas, un torrente que se lanzaba con fuerza elemental y que arrasaba consigo el mundo entero”. La última estrofa de La Marsellesa (“Marchad, marchad”), oportunamente transformada en “Marchemos, marchemos”, ilustra bastante bien este proceso que transforma el desplazamiento colectivo quizás improvisado en la imagen del heroísmo colectivo de un pueblo devenido en nación en marcha hacia la libertad.

No cuenta otra cosa La Libertad guiando al pueblo (1830) de Delacroix, algo, por otro lado, íntimamente ligado a la idea de progreso de la humanidad a través de la historia. En cualquier caso, la Revolución da a la marcha de los trabajadores una dimensión social y política grandiosa mostrando, exponiendo, a los hombres como personas más parecidas a los exploradores a los que David Le Breton dedica la segunda parte de su libro3. Para ellos lo que importa es la meta, el final, porque la reflexión (unida a una cierta forma de nostalgia) se la dejan a otros caminantes quizás más burgueses. Sufren lo indecible porque para ellos lo importante no es el camino, sino la meta ya sean la fuentes del Nilo, en el lago Victoria, o Tombuctú, lugares que al final nunca son lo que parecen, como tampoco lo será el lugar final de la revolución.

Lámina 1. Delacroix, La Libertad guiando al pueblo, 1830.

Las revoluciones no son profesionales, no al menos al principio. Los campesinos que encabezaron las revueltas en el campo durante el verano de 1789, las mujeres que tomaron la carretera de Versalles y trajeron al rey a París en octubre de ese mismo año, esas grandes multitudes anónimas no conocían ni a Condorcet ni a Mably ni a Rousseau. Se pusieron a caminar bajo el empuje de la cólera, del miedo y del hambre. Su educación política se constituirá más tarde, en el transcurso de los acontecimientos revolucionarios cuando empiecen a leer a Jean Paul Marat en El amigo del pueblo o frecuenten sociedades fraternales como la de Claude Dansart, el dueño de una humilde pensión que, por las noches, en una pequeña sala bajo el convento de los jacobinos reunía a los artesanos y a los vendedores de frutas y verduras del barrio, con sus mujeres y sus hijos, para leerles, a la lumbre de unas velas que llevaban en el bolsillo, decretos de la Asamblea Nacional Constituyente, que luego les explicaba y discutían4 en el que es probablemente el momento más puro de la Revolución.

No. El papel que los revolucionarios profesionales desempeñaron en todas las revoluciones modernas es importante y muy significativo pero, desde luego, no consistió en la preparación de las mismas y no estaban en su auténtico origen u orígenes. Los revolucionarios se mantenían contemplando y analizando la desintegración progresiva del estado y la sociedad, pero era poco lo que podían hacer para precipitar o dirigir una posible revolución. Normalmente ocurría todo lo contrario: la revolución estalló y liberó, por así decirlo, a los revolucionarios profesionales de donde quiera que se encontraran: la cárcel, el café o la biblioteca.

En el origen está, ya lo hemos dicho, el acontecimiento, una masa que avanza, a veces una persona sola pero en marcha. Emiliano Zapata a caballo con su sombrero, su revólver y su cinturón de cartuchos sobre los hombros; Trostski hablando desde su tren blindado; el Che Guevara en Sierra Maestra o con Fidel Castro en su entrada en La Habana. Y como fondo(Lámina 2) Adelante, adelante, el título del cuadro que Marc Chagall pintó en 1918 cuando era comisario de arte en Vitelask y que describió como un estudio para el aniversario de la Revolución de Octubre. Aquí, la revolución se evoca como una cinta que, a manera de un arco iris, se eleva en el cielo azul mientras una joven figura vestida con un atuendo tradicional ruso salta por encima de una aldea situada al pie de la tela. La revolución es, entonces, un salto hacia el futuro…y una cierta sensación de ingravidez porque surge de la profunda convicción de que todo está cambiando, de que llega un nuevo mundo gracias a una transformación desde abajo. Una transformación que como experiencia corporal se traduce en la excitante y eléctrica sensación de tener alas y pasar por encima de la ley de la gravedad o bien, como en Bolchevique (1920) de Boris Kustódiev, de ser un gigante proletario (la unión de todos) que se alza en las calles de una ciudad rusa con su ondeante estandarte rojo perdiéndose de vista tras él.

Lámina 2.– Marc Chagall, Adelante, adelante, 1918
Lámina 3.– Boris Kustódiev, Bolchevique, 1920.

Ingravidez y peso. Sin duda ambas sensaciones están en la revolución. La ingravidez del sueño por hacer y el peso de la fuerza común, la fuerza de todos los cuerpos porque al final, empezar a andar y mantener la marcha es, como ha señalado Le Breton5, el triunfo del cuerpo haciendo tambalear el mundo a su paso. Es el triunfo de esos cuerpos que intuimos febriles en el final del relato de Zola en Germinal: “Crecían hombres, un ejército negro, vengador, que germinaba lentamente en los surcos, creciendo para las cosechas del siglo futuro, y cuya germinación iba a hacer estallar pronto la tierra”. Como pronto recorrerían los cientos de ilustraciones que Theophile Steinlen va a regalar a la prensa socialista y anarquista. Esos cuerpos están claramente en este 18 de marzo en el que sobre el fondo de una masa negra de la que emergen las siluetas de tenedores, palas, picos y martillos, destacan cuatro figuras alegóricas que avanzan de frente: el campesino y el trabajador rodean a Marianne con el pecho desnudo, formando con sus manos fraternalmente unidas un triángulo que redobla el carácter sagrado de la República; acompañando su marcha y su canto, paleta y pinceles en mano, la figura del artista afirma su solidaridad con el pueblo y canta con él. Es la mística de la revolución, lo mismo que veremos en Primero de mayo con las apretadas columnas de la multitud mostrando unas piernas rectas uniformemente lanzadas hacia la conquista, como el símbolo grandioso de la unidad de todos los proletarios. Pero en el 18 de marzo el paso de los protagonistas es indeciso: si el pie derecho avanza, el izquierdo queda atrás y señala menos el movimiento que la pose heroica, como si el pueblo estuviera inmovilizado en el imaginario militante.

Lámina 4.– Teophile Steinlen, 18 de marzo, 1894.
Lámina 5.- Teophile Steinlen, Primero de mayo, 1894.

Siempre hay dudas en la revolución. Por muy ingrávida que te sientas, el abismo siempre está ahí, ese abismo que parece temer la mujer con un niño que acompaña a los líderes de la marcha de El cuarto estado, probablemente el cuadro que mejor refleja la mayoría de edad del proletariado como sujeto histórico. Todo lo que tiene que ver con el principio de una revolución está en este cuadro tal y como ha pasado a nuestro imaginario, un tanto proclive a la sublimación en este tema. Sabemos que la revolución tiene que ver con las relaciones de poder, con los movimientos estratégicos y los liderazgos (los historiadores nos lo han enseñado bien), pero también concierne (y mucho) a las aspiraciones, la rabia, el resentimiento, la felicidad, la esperanza, la comunalidad, las utopías y la memoria. Es un momento en que, de improviso, sentimientos y emociones inundan la política. Es una erupción de comunalidad absolutamente antagónica con el modelo de sociedad del liberalismo clásico, de individuos aislados que actúan como competidores. Por el contrario, estas formas de agencias colectivas empujan a los líderes hacia adelante, a un primer plano, y les dan una orientación. Casi como si éstos tomaran nota de las decisiones de un poder constituyente que surge desde abajo y decidieran intentar formalizarlas.

Lámina 6.– Giuseppe Pellizza de Volpedo, El cuarto estado, 1901.
Lámina 7.– Cartel de la película Novecento,1976.

En el cuadro de Giuseppe Pellizza de Volpedo los trabajadores, con sus líderes a la cabeza, marchan sin heroización pero también sin fundirse en la masa que absorbe al individuo. Originalmente esta obra se tituló El camino de los trabajadores y los personajes que se ven en el cuadro se basaron en varios amigos y revolucionarios comunistas de Volpedo, la localidad natal del artista. Concretamente la mujer de la que ya hemos hablado y que sostiene un niño en primer plano es un retrato de su esposa, Teresa Bidone. En el cuadro es posible identificar en primera línea al líder de la revuelta, justo en el centro, ligeramente más adelantado que el resto, caminando con la mirada fija en el frente y vestido con un chaleco que le da cierta notoriedad. A su izquierda le sigue con algo de resignación su segundo de a bordo y a la derecha se le acerca la mujer con el niño cuestionando la situación y las consecuencias que puede tener la huelga. Detrás de ellos y con ellos, el cuarto estado, ahora ya sujeto de la historia (insisto). El cuadro estuvo evidentemente relegado durante los fascismos y se redescubrió en los años setenta siendo utilizado por Bertolucci en el cartel de 1974 de su película Novecento, una película que habla, con tanta lucidez como ya casi nostalgia, de la lucha obrera en Italia.

La composición de El cuarto estado se aleja claramente del registro de las procesiones y desde luego no es ajena al hieratismo que impregna los cuadros de Seurat. La simetría casi clásica que ordena este impresionante frente de campesinos, la impecable alineación de los cinturones que dividen sus cuerpos al mismo tiempo que cortan el espacio del lienzo en dos partes iguales, las tres figuras centrales que ya hemos visto que destacan de la masa de sus compañeros, todo ello es sin duda la marca de una vieja pintura florentina aún legible en las posturas, los gestos y el drapeado de los cuerpos. Porque parece que es precisamente ahí donde radica la ambición de Pelliza da Volpedo: dar a estas masas la misma dignidad que los maestros del Renacimiento habían dado a los príncipes que protegían sus ciudades. A diferencia de las alegorías que hemos visto de Steinlen, la marcha de estos trabajadores está heroicamente (dignamente) suspendida: sus pies, uno detrás y el otro firmemente adelantado, no forman ese ángulo recto que delataba la pose paralizada; su posición en el espacio es, en efecto, la de una marcha real y sólidamente asegurada.

En Ser singular plural, Nancy intenta pensar más allá de los ideales de clase de Marx e intenta reflexionar sobre la existencia de la comunidad en cuanto “coexistencia”. La coexistencia no es reducible ni a una organización subsumidora ni a una experiencia fusional. Para pensarlo hay que darle alguna vuelta a la cuestión fundamental del contacto a través de la manera, como ha señalado Didi-Huberman6, en que una comunidad sólo existe y se expone al hacer comparecer los cuerpos humanos en su contigüidad. Ahora bien, contacto no es ni jerarquía ni fusión: los cuerpos que se tocan o se han tocado forman una auténtica comunidad, ligados por su lucha aunque también separados en la marcha, contables uno a uno.

Lámina 8.– Fotograma de La salida de la fábrica de los hermanos Lumiére, 1895

Exponer a los pueblos sería entonces hacer figurar “a los sin parte” y “a los sin nombre” en el lugar de los sujetos políticos con todas las de la ley. Cuando vemos (L) La salida de la fábrica de los hermanos Lumiére vemos cuerpos que avanzan, quizás no hacia la revolución, pero sí a encontrar un lugar en la representación, en el cine, lejos de los salones de pintura, en un medio para todos que Benjamin había leído como profundamente democrático. Un nuevo reparto de lo sensible, entonces, tal como propone Ranciere. En la era del cinematógrafo los pueblos (que hasta ahora se habían asomado tímidamente o no a la pintura de Millet o de Courbet), entran en escena. Y entran en escena por primera vez en el acto mismo de dejar el trabajo. Nada reivindicativo, por supuesto: los obreros se limitan a aprovechar la pausa del mediodía para tomar el aire, en tanto que su jefe, por su lado, aprovecha la luz solar necesaria para la realización de la película. Y de repente los trabajadores pasan a ser actores principales de esta primera película y los empezamos a mirar de uno en uno, con mayor atención. (Quizás por eso a Farcocki en 1995 le atraen estas imágenes y busca también la huella de esta primera vez en una extraordinaria colección de salidas de fábrica en las que el gesto fundacional de los obreros de Lumiére se alarga para enviarnos una señal de urgencia política bastante más contemporánea.

Pero volvamos un poco a El cuarto estado. Con estas obras que terminaron el siglo XIX y abrieron el XX concluimos el imaginario de una época donde la violencia (tanto la violencia real como la violencia representada) era mucho menor por parte de la masas trabajadoras que por parte de los estados y sus aparatos represivos. Por eso estas marchas casi siempre permanecen serenas, sea cual sea la firmeza de quienes las componen y a pesar de la tensión que transmiten. Esto lo ve muy claro Farocki cuando en su película sobre las fábricas muestra imágenes de archivo de una huelga en el puerto de Hamburgo en la que la lucha entre huelguistas y esquiroles parece, y él mismo lo dice, una pelea de patio de colegio(Farocki 8:54-11:59). Farocki es claro: “Las grandes guerras y guerras civiles de este siglo, prisiones, trabajos forzados y dictaduras, tienen su origen en la explotación. Pero las huelgas en sí son poco violentas”. En una imagen posterior de obreros echando a la policía de la fábrica en 1948 parece claro: “La policía teme más lo que significa la clase obrera que su violencia”.

Y así finalmente El cuarto estado queda como el símbolo/mito de una “marcha de la historia”, como una “epopeya del pueblo” a través de la cual los proletarios, oprimidos y trabajadores, concentrados en la lucha de clases, construirán un porvenir de justicia. Por eso es una marcha que se dirige directamente al espectador, a nosotros que entonces, en ese momento, éramos el futuro. Lo repetía Sorel: si la brecha entre los fines anunciados por el mito de la huelga general y los fines alcanzados sigue sin ser importante es simplemente porque la finalidad del mito es “actuar sobre el presente”, sobre nuestro ahora que entonces éramos futuro. Para ello necesitamos imágenes, necesitamos dar cuerpo al mito para que adquiera poder total imponiéndose en el centro de cualquier análisis racional.

Pero ¿realmente el viejo mito sigue vigente o ya dudamos de su efectividad, ya forma parte de un pasado legendario al que no podemos acceder porque como futuro nos hemos incapacitado para esa acción? Si nos estamos moviendo ya, desde hace tiempo, en ese imaginario caído, entonces puede que sea al momento de que esas imágenes se queden ancladas en un triste lugar en el arte. Y esto podría incluso consolarnos si permanecieran en un terreno de lo simbólico con ciertas posibilidades de ser fructífero en algún momento. Pero no. Es peor: esas imágenes, al menos al principio, se anclaron en la batalla fundacional del arte moderno, en la vanguardia, sí, pero quizás con menos aspiraciones revolucionarias reales de las que habríamos deseado e incluso de las que hemos querido ver. Me explico.

Lámina 9.- Joseph Beuys, La revolución somos nosotros, 1967.

La historia es bien conocida. (L)En 1967, siendo profesor de la Universidad de Düsseldorf, Beuys funda el Partido de los Estudiantes como Metapartido, y más tarde, en 1971, crea la Organización para la Democracia Directa por Referéndum Libre en la que expone sus principios mediante conferencias performáticas, principios que se basan en los tres postulados principales de la Revolución Francesa a partir de su interpretación por parte de Rudolf Steiner. A saber: libertad del espíritu, igualdad ante la ley y fraternidad en la organización económica. En 1972, a causa de diferentes conflictos con la autoridad por sus ideas y, sobre todo, por sus métodos de enseñanza y su flexible relación con el numerus claussus, Beuys es expulsado de la academia de Düsseldorf en medio de huelgas de estudiantes y protestas generalizadas. Ese mismo año realiza la obra La revolución somos nosotros con él mismo andando hacia el espectador, como si fuera una pequeñísima parte de El cuarto estado. En realidad es su fotografía saliendo de la Universidad de Düsseldorf el día que le expulsaron (imagen que a partir de 1973 el artista vendió como un múltiple L) y quizás hasta aquí sería fácil asociarlo a nuestros trabajadores en marcha por la revolución, hacia la revolución. Sin embargo, hay algo en esta imagen que no funciona bien incluso en el contexto vital y artístico de Beuys. Lo ha señalado Angel González7: Beuys no era un chaman por mucho que quisiera imponerse con ese papel en la batalla fundacional del arte moderno pero lo cierto es que obraba prodigios: hacía visible y contagiaba a los que le rodeaban una enorme voluntad y capacidad de realizar, quizás su posibilidad más revolucionaria y por ello indefectiblemente unida a algo imperfecto, insuficiente, no resuelto, por muchas imágenes que le rodearan a él y a sus imitadores. Es algo, señala Angel, que nada o muy poco tiene que ver con el arte de participación de los setenta o con la creación colectiva, sino con la repetición trágica de algo trágicamente incompleto. De hecho en su imagen Beuys va sembrando a su paso la triste conciencia de lo incompleto y tira de nosotros hacia ella porque le vemos ahí, líder en solitario de una revolución nostálgica que, a diferencia de otras de su contexto, parece bien consciente de su prematuro fracaso. De ahí los brazos caídos, como caídos estaban (L) en El hombre andando de un Giacometti, muy lejos ya de las imágenes de los trabajadores avanzando unidos, codo con codo. Nostalgia y tragedia, al final.

Lámina 10.- Giacometti, Hombre andando, 1960.

A finales del siglo XX Eric Hobsbawn había dejado ya de creer en su propio relato teleológico. A comienzos de los años setenta había comenzado su tetralogía sobre la historia de los siglos XIX y XX como una esperanzadora sucesión de olas emancipatorias: 1789, 1848, La Comuna de París en 1871, la Revolución Rusa y, por último, desde la Segunda Guerra Mundial, las revoluciones de Asia y América Latina, de China a Cuba y Vietnam. La historia tenía un telos y la libertad y la justicia eran su horizonte natural gracias al movimiento obrero, herramienta insustituible del progreso. Después de 1989 y el derrumbe del socialismo real, Hobsbawn tuvo que reconocer su error: esa periodización no podía reflejar ninguna causalidad determinista ni podía describir ninguna trayectoria lineal. Foucault entraba en escena y la libertad empezaba a entenderse solo como una forma de vida socialmente producida. Solo hay “prácticas de libertad” (fundamentales, eso sí) capaces de transformar las relaciones sociales, modificar las jerarquías consolidadas y afectar las estructuras de los aparatos estatales dominantes. Prácticas, por lo tanto, capaces al parecer de actuar (y ser eficaces) dentro de la “microfísica” de un poder difundido, rizomático y omnímodo. A juicio de Foucault la liberación en cuanto enfrentamiento violento entre el Estado soberano y un sujeto insurgente era un relato mítico que presentaba la libertad como una especie de sustrato original cubierto, oculto y encadenado por la autoridad política. La libertad no puede conquistarse, hay que construirla mediante prácticas, pequeñas y grandes, de resistencia.

Y puede parecer cierto. Pero en ese valioso recordatorio de que algo así como un “reino de la libertad” no puede simplemente proclamarse o establecerse por un acto de voluntad, todas las revoluciones quedan atrapadas paralizando cualquier intento de construir una nueva sociedad. Y, sin embargo, las experiencias de liberación que habían recorrido el que ahora nos parece el ingenuo relato de Hobsbawn habían existido y probaban que esa idea universal tenía un carácter perfomativo, tan perfomativo que ahora parece pertenecer sólo al arte. (L)Cuando Francis Alÿs anima y consigue mover colectivamente una montaña (La fe mueve montañas, 2002) no parece estar pensando en otra cosa.

Lámina 11.– Francis Alÿs, La fe mueve montañas, 2002.

Isaih Berlin en Cuatro ensayos para la libertad8 hablaba de dos tipos de libertades: la positiva y la negativa, la libertad para y la libertad frente a. La primera era colectiva y estaba hecha de una participación activa en la vida pública: era la libertad para decidir el futuro del Estado. La segunda era individual y se fundaba en la capacidad de los ciudadanos de organizar su propia vida sin interferencias externas, libres de toda coerción. La primera suponía una comunidad política, la segunda, una sociedad de individuos atomizados: una sociedad de mercado.

La concepción de la libertad fundada en la crítica de la propiedad tuvo sus momentos más significativos durante el capitalismo moderno. En 1842 el joven Marx escribió varios artículos dedicados a los cercados de la Renania. Lo cuenta muy bien Traverso9: a lo largo de los siglos la leña de los bosques había sido de libre acceso como un elemento común y los campesinos la habían utilizado en función de sus necesidades, pero con la conversión de los bosques en propiedad privada se habían transformado de improviso en “ladrones”.

Lámina 12, Francis Alys A veces hacer algo no lleva a nada,1997.

No hace falta ser un lince para ver las analogías de estos dos asuntos con el presente. La palabra libertad, usada de manera reivindicativa constantemente por la derecha para minar nuestro estado del bienestar común, está en el orden del día, y esos cercados son asombrosamente similares a la creciente obstrucción de los bienes comunales mediante su privatización y sujeción a la ley de la economía de mercado (insisto: muchas veces apelando a esa libertad de la que hablaba Isaih Berlin: libertad para elegir frente a una imposición acusada alegremente de “ideológica”). Lo explica muy bien Karl Polanyi en La gran transmormación10: la sociedad de mercado se construyó como un desmantelamiento planificado de comunidades y así sigue, liberada ya de sus demonios. “Contrarrevolución” lo ha llamado Arno Mayer. Y ahí puede seguir Francis Alÿs moviendo montañas con mucha gente, mano a mano, pero siempre en el terreno de lo simbólico, en el mundo del arte que a nadie importa. (L)Bajo el sol real parece que la placa de hielo con la que quiere avanzar, esta vez solo, se deshace inevitablemente (A veces hacer algo no lleva a nada, 1997). En El cuarto estado los y las trabajadoras marchando se dirigían a una revolución trágica, seguramente incompleta, pero que a nosotros, en el futuro, se nos ha quedado nostálgica, triste (nada de farsas) como el hielo, escapándose entre los dedos.

BIBLIOGRAFÍA

Arendt, H. (2023-1963) Sobre la revolución. Alianza Editorial.

Berlin, I.(1998) Cuatro ensayos para la libertad. Alianza editorial.

Didi-Huberman, G. (2014) Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Ed. Manantial.

González, A. (2000) “Wanted” en El Resto, Museo de Bellas Artes de Bilbao.

Hazan, E.(2019) La dinámica de la revuelta. Ed. Virus.

Le Breton, D. (2011) Elogio del caminar. Siruela.

Polanyu, K, (2007) La gran transformación. Crítica del liberalismo económico. Quipu editorial

Traverso, E. (2022) Revolución. Una historia intelectual. Akal.

NOTAS

1 Arendt, H., Sobre la revolución, 2023 (1963), Alianza Editorial.

2 Arendt, H., Op. Cit, 2023, p. 178.

3 Le Breton, D., Elogio del caminar, Siruela, 2011.

4 Hazan, E., La dinámica de la revuelta, Barcelona, Virus, 2019, p.29.

5 Le Breton, D, Op. Cit, 2011, p. 18.

6 Didi-Huberman, G., Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Madrid, Manantial, 2014, p. 103-104.

7 González, A., “Wanted” en El Resto, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2000, pp. 283-293.

8 Berlin, I., Cuatro ensayos para la libertad, Madrid, Alianza, 1998.

9 Traverso, E., Revolución. Una historia intelectual, Madrid, Akal, 2022.

10 Polanyu, K, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Madrid, Quipu editorial, 2007.

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