Entendemos que un arte político consciente ha de saber reconocer que el sujeto político al que se dirige es un sujeto imaginativo aunque preñado de contradicciones.[1] Pero el sujeto político –los muchos[2]– está hoy en disputa. Las polémicas en el entorno del postmarxismo alrededor de los conceptos de pueblo y multitud así lo confirman.[3] Por su parte, el agresivo populismo de la realpolitik cotidiana intenta por todos los medios ser su corifeo.
El astuto alcalde de Vigo, otrora ministro en el gobierno de Felipe González y profesor universitario, sabe muy bien lo que está en juego. Contrario al juicio de Sócrates: “en cuanto a la muchedumbre, ni siquiera le dirijo la palabra” (Platón 1988, 75), es consciente de que tiene que compartir su palabra, que tiene que hacer de sus aspiraciones las de la muchedumbre, y para ello se maneja perfectamente en el terreno de las pasiones. Este tipo de populismo es incómodo pues ensalza el valor de lo trivial e insignificante, la cultura de masas o popular (sobre su distinción cf. Carroll 2002, 165) en la que se sumerge y con la que se identifica, aunque sea de manera hipócrita, y levanta sospechas de elitismo sobre sus detractores.[4] El arte contemporáneo es un blanco perfecto. Su galimatías es incomprensible y además supone una carga para el erario público.[5]
En lo que sigue queremos esbozar una teoría política crítica del arte político teniendo presente estas contradicciones. Para este fin haremos uso de dos imágenes que de alguna manera están contenidas en la teoría política de Spinoza (ver Caffentzis 2011), que aplicaremos a la manera de hacer arte de algunas artistas contemporáneas interesadas en el colectivo y la participación. La primera imagen es la del soberano-ilusionista renacentista, un manipulador de las pasiones. La segunda imagen es la del artista dialéctico cuya virtud reside en situarse en el interior de las relaciones que son su objeto.
“Imagina a costa de qué” son dos breves textos publicados entre noviembre y diciembre de 2017 por el equipo multidisciplinar Todo Por la Praxis (TXP).[6] Los textos señalan algunos de los males que afectan al llamado arte participativo hoy. Ni que decir tiene que el arte participativo es básicamente un arte que se dirige al sujeto político y, por tanto, un arte político, es decir, público que no cívico (Lippard 1997, 272). TXP se cuestionan cómo es posible que desde las instituciones se hable de proyectos participativos o colaborativos cuando la participación se reduce a la mera consulta o se trata simplemente de una elección entre opciones previstas de antemano. TXP constatan que en muchos proyectos de arte participativo existe una falta evidente de diagnóstico contextual, ciudadano y relacional, lo que conduce a “la desactivación de reivindicaciones políticas de base”, y se lamentan del “casi inexistente proceso afectivo entre los agentes involucrados” así como de la falta de tiempo.[7] TXP critican además la complacencia de los colectivos profesionales (artistas, urbanistas, etc.) que en muchos casos se convierten en un “mercenariado”, en el que ellos mismos se incluyen, que forma parte del espectáculo. Aunque admiten que las razones por las que las artistas aceptan este marco de trabajo se entienden desde su propia precarización. Plantean que hay que superar el resultadismo y comprender que “el fracaso y el error en sí mismo es un resultado y que los espacios son cambiantes y que cada agente tiene su desarrollo, sus tiempos y sus afectos que hay que cuidar.”
De las reflexiones de TXP se derivan cuestiones importantes. Por un lado, se constata el peligro de que la institución produzca una fetichización del nuevo vocabulario político: participación, ciudadanía, pueblo…etc., convirtiendo a las artistas y profesionales en la mano de obra que implementa esa fetichización. La participación se transforma de esta manera en contemplación y el sujeto político es vaciado de contenido.[8] Por otro lado, TXP plantean una reevaluación de los afectos y del tiempo, centrales para la práctica participativa: “los agentes que trabajamos en estos contextos necesitamos más tiempo y más garantías para dejarnos afectar por la realidad imperante, asumiendo toda su diversidad y sus formas de hacer”, escriben. Si los afectos se entienden desde una teoría política de corte spinozista (volvemos así a la multitud), el tiempo es central en la teoría de Marx y un elemento de enorme importancia en la lucha de clases.
En consonancia con el trabajo de TXP se sitúa la gestión y comisariado de un programa de arte participativo por parte del colectivo PSJM.[9] Junto a los proyectos de arquitectura urbana participativa de TXP, la intervención de PSJM supone un modelo vanguardista y no-instrumental de arte participativo que se toma en serio, es decir, practica la acción colectiva. Al insistir en los procesos de deliberación, consulta y colaboración, que inscriben en la propia estructura de la obra de arte, puede dar la impresión de que estas prácticas aspiran a disolver el arte en la vida diaria. Pero lo cierto es que suponen una forma de hacer arte que introduce en la práctica elementos extraños a la misma, lo cual significa ponerla contra las cuerdas, forzar el campo artístico de acción y cuestionar al mismo tiempo sus relaciones dominantes (cf. Lippard 1997, 262-275). A este respecto, el trabajo de TXP y PSJM nos muestra una práctica participativa que es consciente de sus límites, y aquí reside su gran virtud frente a una forma de arte instrumental cuya práctica presupone la autonomía del artista como sujeto racional que maximiza sus oportunidades. El trabajo de TXP y PSJM no solo practica un camino de experimentación hacia un arte democrático y comunitario sino que además cuestionan de una manera práctica las sospechosas maquinaciones del sistema arte-mercado.
Un arte instrumental es un arte en el cual el contenido de la obra se ha convertido en un instrumento para los fines de la producción y acumulación de capital simbólico.[10] El arte instrumental es la contrapartida perfecta a la instrumentalización institucional de lo político. El artista tipo del arte instrumental se maneja con lo socialmente comprometido creando espejismos (fatamorgana) de empoderamiento que no es tal. Se trata de un prestidigitador de aspiraciones y deseos. En este sentido se asemeja al soberano-ilusionista de Giordano Bruno, la antítesis política de Maquiavelo, que es un prestidigitador que manipula las pasiones de sus súbditos. A éstos los persuade con cebos y señuelos que penetran el intelecto a través de la fantasía. También el artista crea una trama que seduce a su público al arrogarse las cualidades de aquello que representa y que somete a una efímera alusión (Taussig 1993). Su público son los expertos y diletantes, y a este público se dirige. Bruno afirmaba que es esencial para el soberano-ilusionista manejar la fe: el vínculo más poderoso, vinculum vinculorum (Couliano 1987, 93). El artista que tiene fe en el poder mágico de sus acciones espera del mundo del arte una fe equivalente. Supone una visión catártica del arte más propia del artista-filósofo schilleriano quien con su poética busca curar todos los males. Esta visión del arte como revelación tiene una larga tradición. El colectivo PSJM la someten a una dura, pero certera, crítica (PSJM 2016).
La obra que Francis Alÿs realizó junto a Cuauhtémoc Medina y Rafael Ortega: When Faith Moves Mountains, es susceptible de una crítica en este sentido. El componente participativo y colaborativo en el que se basa la obra no solo está construido de antemano, lo que convierte a las participantes en un instrumento de los objetivos dispuestos por los artistas, sino que tampoco busca implicarse en el entorno social en el que tiene lugar, que funciona para las participantes a la manera de una postal que contemplan desde su posición privilegiada en la cima de la duna. Los “actores” de la coreografía de Alÿs apenas son cuerpos que forman parte de una “alegoría social” (cf. Dimitrakaki 2011, 195-198; Kester 2011, 67-76). Cuando Alÿs justifica el acto de “generosidad” de las participantes voluntarias concluye que la fe no es posible comprarla. Haberles pagado habría supuesto introducir un elemento de coerción económica en el lugar de la confluencia de voluntades, argumenta Alÿs (citado en ibíd., 74). Sin embargo, Alÿs instrumentaliza su relación con las participantes: la obra de arte resultante no consiste en su trabajo o en las relaciones que de éste surgen, sino que radica en su representación por medios artísticos, representación que en el contexto de la institución, afirma Alÿs, “me pertenece claramente” (ibíd., 73). A tenor de lo que las imágenes que componen la obra de Alÿs expresan parece claro que lo que a éste le interesa realmente es la estética visual de la multitud cavando a coro. Así consigue representar un cuerpo político fallido, al que engatusa para que se embarque en una actividad imposible, destinada al fracaso. Supone una macabra ironía de la historia latinoamericana a los mandos de un gringo –Alÿs nació en Amberes–. Alÿs produce para un público que se deleita en el acto de contemplar lo que otros hacen.
El artista de este tipo es demostrativo. Su absoluta convicción en la eficacia (y legitimidad moral) de sus acciones en el seno de la institución es extraordinaria. Como el pez en el agua que no siente su peso (Bourdieu y Wacquant 1992, 127) experimenta en la institución el vehículo natural de su voluntad. Cuando Thomas Hirschhorn afirma que concibe su arte como una “herramienta”, a través de la cual se encuentra con el mundo (Hirschhorn 2009, 75-76), nos preguntamos si no se trata más bien de una varita mágica.[11]
El arte participativo de TXP y PSJM practica un modelo no-instrumental antagonista con respecto al anterior. No aspira a manipular las relaciones desde afuera sino que se sumerge en su interior, dejándose afectar por ellas. Este modelo tiene además un sesgo dialéctico, pues al implementar una práctica que es consciente de sus límites se maneja en el modo de presentación dialéctica de Marx (y de Brecht, por cierto), el cual depende de observaciones (científicas, sociales, históricas…) que no es posible deducir a priori, es decir, que no están contenidas en el método. Sin éstas el método dialéctico pierde su fuerza explicativa y se convierte en un mero apriorismo.[12]
En primer lugar, la práctica artística participativa ha de reconocer que el sujeto político es territorio social en disputa: a la vez creativo y preñado de contradicciones. Como escribe David Harvey, “ningún cuerpo humano está fuera de los procesos sociales de determinación” (Harvey 2003, 123). El sujeto político bascula entre lo que piensa que puede hacer y lo que realmente puede hacer,[13] entre prácticas transformativas que –dependiendo del aparato teórico que se quiera emplear– lo constituyen como clase, pueblo o multitud, y una cultura de masas o popular que lo interpela como un sujeto constituido por una voluntad autónoma y maximizador de utilidades, aunque aquí se muestra también como un sujeto transformativo cuando canibaliza, deglute y excreta[14] los productos prefabricados de la cultura de masas.
En segundo lugar, la práctica artística participativa ha de admitir que el sujeto político, que ha sido el auténtico detonante de las políticas de participación en los llamados ayuntamientos del cambio, ya es participativo y colaborativo. TXP son perfectamente conscientes de ello:
“Las necesidades, los espacios de resistencia, el asociacionismo de base, los proyectos sociales, las nuevas subculturas urbanas, etc. ya están organizadas, y ya hacen presencia en los barrios de forma orgánica, compartiendo sus aprendizajes y apoyándose en su día a día. No necesitan que les digan cómo o dónde deben participar o en qué sarao deben aparecer. Para ellas, la participación no existe, es su día a día.”
PSJM lo expresan de forma semejante: “los vecinos y vecinas son la autoridad indiscutible en las cuestiones de experiencia y conocimiento de la realidad del barrio” (PSJM 2017, 45; la cursiva es nuestra).
El argumento en torno a la autoridad que PSJM desarrollan es pertinente. PSJM defienden el valor de la competencia para hacer o del conocimiento experto en un sentido cercano al pragmatismo de John Dewey y Richard Sennett. La “experiencia”, escriben, acredita la “autoridad” (ibíd., 46). Así pues, la autoridad a la hora de decidir y hacer aparece dispersa en las competencias de las participantes y, en este sentido, la artista no impone su propuesta sino que la defiende con argumentos (ibíd., 43-44). Ahora bien, no podemos obviar el hecho elemental de que las competencias y aptitudes no son naturales sino que tienen un origen social. A este respecto, la socialización de la “autoridad” que PSJM sugieren (ibíd., 43), debe conllevar también una socialización de los conocimientos y las disposiciones, lo que de alguna manera ya ocurre en la forma cómo la práctica participativa acontece y se desarrolla.
«La Hoya Horizontal» es un proyecto participativo y deliberativo impulsado por el equipo artístico PSJM (Cynthia Viera y Pablo San José) que hace partícipes a los vecinos y vecinas del barrio Hoya de la Plata de sus procesos de diagnóstico, toma de decisiones y ejecución de acciones. 2018.
Así pues, la práctica artística participativa debe reconocer que el sujeto político, del que en cualquier caso forma parte, le impone límites. Debe afanarse por introducir elementos a priori extraños a la práctica participativa y a su práctica artística para así no verse atrapada entre la falsa condescendencia y un pedagogismo bajo sospecha (a este respecto ver Rancière 2010, 134-151). Por ejemplo, PSJM advierten la tensión que existe entre el empeño de las artistas por alcanzar la excelencia estética (que es parte de su trabajo) y el énfasis participativo y deliberativo que permite que lo prosaico interfiera en el ámbito profesional (PSJM 2017, 41-43). Pero aunque parezca lo contrario la existencia de estos “juegos asimétricos” entre las participantes no debilita el proceso de diálogo y deliberación sino que lo fortalecen (ibíd., 45).
Si el sujeto político ya participa, se asocia y posee “autoridad” sobre los asuntos que le conciernen, entonces la cuestión no es fomentar la participación, mucho menos instrumentalizarla. De lo que se trata es de empoderar una praxis ya existente (cf. PSJM 2017, 23 y ss.). La función de la artista no sería, pues, la de prestar un servicio, haciendo uso de la fórmula acuñada por Andrea Fraser para describir el trabajo de las artistas en la economía terciarizada (ver Fraser 2005), sino la de ponerse al servicio. Si prestar un servicio externaliza la práctica, ponerse al servicio la inscribe. Ahora bien, ponerse al servicio no puede referirse a un servicio a ciegas, para el cual los intereses del pueblo, la clase o la multitud tienen un valor absoluto e incontestable. Por el contrario, éste debe ser un servicio consciente de los límites que envuelven la práctica para así saber situarse en su interior y poder actuar. Se trata de plantear un proceso participativo como una cadena sin dominante.
Ya escribía Bertolt Brecht que lo que el pueblo demanda no es que se hable en su nombre, sino que se le escuche, que se sirva a sus intereses (Brecht 1971, 77). Brecht concibe el arte popular (volkstümlich) desde una perspectiva militante. Brecht continua siendo interesante hoy porque ofrece una forma de práctica teatral de sesgo popular e inscrita en la lucha de clases que es consciente de sus límites, o de la cadena causal de determinaciones, como diría el propio Brecht. La práctica teatral brechtiana es intrínsecamente participativa, aunque se resuelva principalmente en el seno de la institución, heterotópica por tanto (ver PSJM 2017, 100, nota 10), y determinada por ésta, lo que Brecht asume en el sentido de la lucha de clases en el interior del aparato cultural. El sujeto colectivo que Brecht concibe en la práctica teatral discute, interrumpe, ensaya y contradice. Hoy hemos perdido de vista al sujeto colectivo de esta práctica brechtiana. Sin embargo, el teatro que asumimos de Brecht no existe sin Helene Weigel, Ruth Berlau, Hanns Eisler, Caspar Neher, Asja Lacis…etc., la cadena es virtualmente infinita, no existe sin el diálogo constante con la clase obrera: “Los trabajadores no tenían miedo de enseñarnos y no tenían miedo de aprender”, escribía Brecht en 1938 (1971, 72). Brecht valora positivamente la originalidad del teatro agitprop hecho por aficionados en el que surgen elementos olvidados, abandonados de la cultura popular que son reelaborados de acuerdo a las necesidades concretas del momento (ibíd., 73). El papel que juega el compositor Hanns Eisler en la concepción artística brechtiana es a este respecto enorme. Pues es Eisler quien primero canibaliza elementos de la cultura burguesa y de la popular (como el jazz) para crear un lenguaje común. De Eisler, quien había sido alumno de Arnold Schönberg en Viena, escribe Brecht: “era el alumno de un maestro que componía obras que solo unos pocos virtuosos podían interpretar; sin embargo millones tocaban las de Eisler” (citado en Betz 1982, 118).
A la insistencia de Brecht en un sujeto sin profundidad, cuya subjetividad y subjetivación son el resultado de relaciones causales que se articulan dialécticamente sobre el escenario de la práctica teatral, recreando así las condiciones materiales de las relaciones sociales, le corresponde hoy un arte participativo que concibe la participación como el escenario en el que se practica la transformación crítica de las relaciones en las que las participantes se encuentran socialmente inscritas (cf. Boal 1975). Esta forma de hacer y actuar dota la práctica de síntomas y produce fisuras en el interior del sistema dominante de relaciones de género, raciales, patriarcales, económicas.
Negri hace referencia a la tríada colectivo-apropiación-imaginación que “representa la figura de la inversión spinozista del individualismo posesivo” (Negri 1993, 233, nota 53). Esta tríada se entiende desde una lectura de los afectos, es decir, de los encuentros y desencuentros (Galcerán 2009, 121-124) que TXP extrañan en muchos programas de arte participativo. En este sentido, la artista participativa se reconoce parte del sujeto político constituida de esta manera: imaginando, apropiándose y trabajando colectivamente, por lo que no trata de imponer estas cualidades desde el exterior manipulando así, desde lo propiamente artístico, las disposiciones subjetivas. Más bien, la artista se deja llevar, esto es, practica una cierta pérdida de intencionalidad (contraria al mecanicismo cartesiano-newtoniano; ver Joas 1996, 156-159, 169-170) que la sitúa en el contexto participativo como un eslabón más entre otros y así abierta a las afecciones. Afirmamos más arriba que de lo que se trata es de plantear el proceso participativo como una cadena sin dominante.
La socialización que se produce de esta manera pone en práctica una temporalidad diferente en la que básicamente se trata de romper con la lógica de un capitalismo que se posiciona tanto en el pasado (siempre ha estado ahí) como en el futuro (siempre estará ahí) (Caffentzis 2013, 88). La lucha por recuperar los lugares comunes de las relaciones sociales y sustentar un proceso que conlleve poner en cuestión las relaciones dominantes requiere de la creación de tiempo disponible (o de dar (el) tiempo según la interpretación derrideana del don (Derrida 1995, 47) que, en el sentido de una discusión en el interior del marxismo a la que ahora solo podemos aludir (ver Durán 2014, 119-140 y 2015, 59-66), interrumpe esa lógica binaria capitalista que distingue entre tiempo de trabajo (socialmente necesario) y tiempo de ocio, entre producción y consumo (Eco 1968, 75; Graeber 2007). En este sentido, la socióloga alemana Maria Mies se refiere a un concepto feminista de trabajo que suscribimos (Mies 2014, 216-219). Las prácticas participativas no-instrumentales lo están hoy practicando. Supone la creación de lujo colectivo en un sentido que tiene que ver con la reproducción de la vida.
Kristin Ross finaliza la introducción de Communal Luxury. The Political Imaginary of the Paris Commune (Ross 2015, 8-9) comparando la enorme fuerza histórica de la Comuna con la historia del riachuelo que Elisée Reclus, geógrafo anarquista y communard, escogió como su contribución a una serie de libros de enseñanza escolar. Para Reclus la fortaleza de un riachuelo es comparativamente mayor que la del más poderoso de los ríos porque el riachuelo gracias a lo impredecible de su curso sigue su propio camino; la escala del riachuelo no es sublime sino sostenible. Solo podemos esperar que el arte participativo se sume a esta lección de la Comuna.
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NOTAS
[1] Sobre los problemas de conceptualización del sujeto político ver Galcerán 2009.
[2] Los muchos son propiamente la muchedumbre del demos griego, hoi pollói, a los que hacían referencia con desdén Sócrates y Calicles en el Gorgias (ver Foucault 2009, 372-374). Tanto el pueblo al que se refiere el populismo de Laclau como la multitud de la teoría política del postoperaísmo asumen los muchos o la plebe romana como un topos común.
[3] En el contexto del postoperaísmo la noción de multitud es pensada en oposición a la categoría jurídica de pueblo propia del estado-nación moderno (Virno 2003, 21-27; cf. Negri 1993, 233-235, esp. nota 53). Laclau objeta que Negri y Hardt tienen una visión simplista del proceso político, que Laclau analiza desde la perspectiva de su contingencia, es decir, de las luchas concretas (demandas) que tienen lugar en el espacio real de lo político que es el espacio de las relaciones sociales (Laclau 2005). Por su parte, Negri observa que las heterogeneidades por las que aboga Laclau carecen de base, les falta la determinación ontológica (Negri 2015). Para una visión de conjunto cf. Therborn 2010.
[4] El conjunto de ensayos publicados por Umberto Eco en 1964 bajo el título Apocalittici e integrati sigue siendo fundamental al respecto (Eco 1968); cf. también Bourdieu 1998 y Carroll 2002; más reciente es el análisis de la socióloga Nicole Aschoff sobre el populismo de un capital que busca redimir al pueblo descarriado (Aschoff 2015). En relación al libro de Aschoff no deja de ser tremendo que alguno de estos redentores se identifique como libertario. Sobre este aspecto ver PSJM y Durán 2015.
[5] La polémica alrededor del MARCO, el museo de arte contemporáneo de Vigo, es ilustrativa. Su función se reformula para pasar a acoger un arte más popular: guerreros chinos de terracota, desfiles de moda, un homenaje a Jules Verne… Ver, http://www.eldiario.es/cultura/arte/alcalde-museo-cultura-populismo_0_677182600.html.
[6] TXP, “Imagina a costa de qué” I y II, respectivamente. El título hace referencia a la convocatoria “Imagina Madrid”. http://www.todoporlapraxis.es/?p=2934 y http://www.todoporlapraxis.es/?p=2947.
[7] Es interesante consultar a este respecto la reflexión de Luis de la Cruz, historiador y bibliotecario del barrio madrileño de Tetuán, que se sitúa en un contexto similar: “El participacionismo como tapón democrático”, texto publicado en La bitácora de Eltránsito: http://www.eltransito.me/el-participacionismo-como-tapon-democratico/.
[8] En la teoría política de Laclau la noción de “significante vacío” surge de su obsesión por impugnar toda conceptualización que le parece sospechosa de atribuir una esencia o lógica a las heterogéneas subjetividades en su contingencia. De ahí también la contundente crítica al concepto de clase marxista (Laclau y Mouffe 2014). El problema es que las construcciones conceptuales de Laclau dan para un uso hiperbólico de las mismas y enredarse así con las negaciones. Se afirma, por ejemplo, que la “identidad política es una identidad no identitaria”, o que frente a las estereotipaciones del poder solo cabe el “nombre vacío”, “una nada que nos incluye a todos” (Fernández-Savater 2012). Nos preguntamos si la fetichización de la participación es el resultado lógico de una teoría política que se recrea en el poder transformador de las palabras y las metáforas (Alegre Zahonero 2016).
[9] “Arte y Participación Ciudadana”. PSJM ensayan una reflexión teórica acerca de este programa en el libro Arte y procesos democráticos (2017), aunque el programa sigue en funcionamiento.
[10] Es decir, la necesidad real de renovar continuamente el capital simbólico se le aparece al artista como el resultado natural de su voluntad y de la magia que es consustancial a su arte.
[11] Desde que el filósofo marxista francés Louis Althusser hiciera hincapié en la noción de “encuentro” este término ha asumido un específico sentido materialista. No obstante, en el caso de Hirschhorn su uso en relación al arte parece situarse más cercano al materialismo vulgar de Condillac, para quien el encuentro con el mundo significa darle forma, recrearlo, de una manera que cae en el más absoluto de los solipsismos.
[12] De qué se trata, filosóficamente hablando, en el modo de presentación (Darstellungsweise) dialéctico de Marx sigue siendo objeto de discusión. Nos adherimos a la sugerencia de Urs Lindner quien sostiene que el razonamiento dialéctico de Marx puede ser caracterizado como abductivo o retroductivo, siguiendo a Charles S. Pierce (Lindner 2008, 47; cf. Bhaskar 2008, 344-347).
[13] Bourdieu se refiere a la dialéctica entre las ilusiones subjetivas y las posibilidades objetivas, dialéctica que recorre el mundo social (Bourdieu y Wacquant 1992, 130).
[14] Los términos son del “Manifesto Antropófago” escrito por el modernista brasileño Oswald de Andrade en 1928.
José María Durán Medraño (1971, Vigo, Galiza / España). Doctor en Historia del Arte por la UNED (Madrid) y Doctor en Filosofía por la Universidad Libre (Berlín). Docente en la HfM Hanns Eisler de Berlín ha recibido los premios Escritos sobre Arte de la fundación Arte y Derecho por el libro Iconoclasia, historia del arte y lucha de clases (Trama, 2009), y Ramón Piñeiro de ensayo por el libro Da natureza de escritores, artistas e vermes (Galaxia, 2014). Cabe destacar su colaboración con PSJM en el proyecto ANCAPS: Total Market. Ha publicado además los libros Hacia una crítica de la economía política del arte (Plaza y Valdés, 2008), La crítica de la economía política del arte (CENDEAC, 2015) y ha editado los escritos políticos tardíos de William Morris, William Morris. Trabajo y comunismo (Maia, 2014).