Selfies y el régimen del algoritmo (VIRGINIA LÁZARO VILLA)

Este texto es un primer boceto a través del cual comenzar a pensar la cualidad performativa de las imágenes en la esfera digital. Con la intención de partir desde un punto común, es necesario primero, definir el término performance. Este responde a varias acepciones: describe, por un lado, el desarrollo de una conducta o tarea, así como el rendimiento de la misma. Además, performático se refiere a la capacidad del lenguaje (sea este el que sea) para afectar lo real, creando situaciones en nuestra mente que después tienen un efecto en nuestro comportamiento. Finalmente, performance es una dramatización, una puesta en escena.

Hace ya años que aquello que convenimos en llamar selfies domina gran parte de nuestra comunicación en las redes. Las selfies son imágenes tomadas por nosotros mismos, donde somos tanto el objeto de la imagen como el brazo ejecutor. Estas imágenes, a pesar de lo que pueda parecer, son más que una escenificación creada para nuestro público. En un artículo del 2015, Derek Conrad Murray proponía un análisis de este fenómeno alternativo a la aproximación más común. Normalmente se tiende a considerarlas, bien consecuencia de un profundo narcisismo, o bien de una profunda soledad. Por el contrario, y desde una perspectiva de género, Murray propone las selfies como “formas populares de auto-imaginación femenina [que] pueden ofrecer una oportunidad de compromiso político, formas radicales de construcción de comunidad y, más importante, un forum desde el que producir contra-imágenes que se resistan al borrado y la tergiversación”. Murray, para exponer su argumentación emplea una imagen de Vivian Fu, que bien merece la pena reproducir aquí de nuevo. En ella, vemos a Fu haciéndose una selfie junto (que no frente) a un espejo. Esta imagen queda perfectamente explicada en una frase de la misma Fu: “Para mí, esta fotografía trata de mi propia conciencia sobre mi misma en mi autoretrato. Sobre mi performance de imaginarme a mí misma, pero también acerca de cómo controlar incluso la imagen de mí misma imaginándome a mí misma”.

A través de las selfies, generamos una escenificación (una performance) de nosotros mismos en la pantalla. Una versión distorsionada de nuestra persona que genera dos juegos de mirada. Por un lado, nos miramos a nosotros mismos en la pantalla. Por otro, nos sabemos mirados por los demás. La mirada es ante todo deseo, así que a través de nuestra imagen digital nos sabemos deseados por los demás, pero también por nosotros mismos. Recibimos placer al saber que el otro nos mira, pero también a través de la mirada voyeur que lanzamos a nuestra propia subjetividad. Digamos que en la pantalla yo sé que mi yo me desea, porque nos entendemos –miramos– a nosotros mismos desde afuera. Es desde ese afuera desde donde creamos y controlamos la escenificación de nuestra identidad. En palabras de Fu, yo controlo la imagen de ese yo que me imagina. Pero ¿cómo se define el deseo que nos lleva a imaginarnos, imaginándonos a nosotros mismos de una determinada manera?, ¿soy realmente yo quien controla la imagen del yo que me imagina?.

La Web 2.0 trajo consigo las interfaces basadas en la interacción y creación de contenidos del usuario. Ahora, el uso de la red es social por definición, y nuestro paso por ella está orientado precisamente a interactuar entre nosotros, y con el medio. Para desempeñar tal tarea, se crearon los perfiles y las identidades digitales, que nos permiten recrear en el espacio digital lo que antes pertenecía a la esfera de lo social. Al igual que ocurre con las selfies, nuestro perfil online es una puesta en escena con un objetivo muy concreto. Esto no es un secreto, todo aquel que tenga una cuenta en Instagram, Facebook o en cualquier otra plataforma, controla conscientemente la información que hace disponible, y de qué manera es recibida. Controla las horas en que publica, los likes que recibe y quien ha otorgado dicha aprobación en forma de like. Es importante señalar que la pantalla traduce toda información en imagen, y que con los intercambios de información derivados de la Web 2.0, la cantidad de imágenes compartidas es inabarcable. Como consecuencia, se ha fijado un nuevo tipo de valorización de la imagen basado en su performance: en como de alto es el rendimiento de su tarea. En un espacio, el de la Web, donde la competencia es voraz, esto se traduce en visibilidad. Una imagen valiosa será, por lo tanto, aquella que consigue ser visible entre todas las demás. Esta lógica se transfiere a nuestra identidad digital en tanto que imagen, buscando efectuar la mejor performance, para ser lo más visible posible. Nuestra identidad digital aspira a ser una versión más eficiente y productiva de nuestra propia persona, donde el yo imaginado será aquel que mejor visibilidad obtenga. En definitiva, nuestra subjetividad busca que la imagen del yo que nos imagina, sueñe con un yo lo suficientemente visible.

En tiempos del semiocapitalismo, la producción de nuestra identidad se ha convertido en trabajo. Toda acción, imagen e interacción que tengamos ha de ser bajo el propósito de obtener un mayor impacto, de traducir nuestra inversión de tiempo e inteligencia en beneficio: en reputación. La producción de identidad queda así, sujeta, a los lenguajes capitalistas. Paradigma de esta relación son los tan comentados influencers, cuya hipertrofiada figura nos sirve de ejemplo para entender que la reputación es valor –literalmente dinero– en las relaciones sociales de la red. Un influencer es una persona con gran presencia en las redes sociales, y que ha conseguido un alto número de seguidores. Digamos que su identidad es muy eficiente, y que por ello ha adquirido una alta reputación en redes. Reputación o engagement, por usar el lenguaje que se supone apropiado. El engagement es el grado de compromiso que un consumidor tiene con determinada marca, por lo tanto, en el espacio de Internet, donde las identidades se han convertido en marcas, se refiere a la fidelidad que desarrollamos con los perfiles de otros. Cuando un perfil es seguido por un número alto de personas, su dueño recibe dinero de las mismas plataformas, y las firmas les pagan por hacer publicidad en las imágenes que comparten con sus seguidores. Por una módica cantidad, las empresas se ahorran el trabajo de definir posibles compradores, targets y campañas, porque la misma dinámica viral de la popularidad en redes se encarga de ese trabajo. El influencer, ese que se ha alzado visible sobre todos los demás, predica con la imagen en el régimen de la visibilidad. Nosotros seguimos su palabra, y sus hashtags. En definitiva, la red es economía del deseo donde la subjetividad es la fuerza central del motor de producción de plusvalía. Invertimos tiempo e inteligencia en producir nuestros perfiles digitales, con el objetivo de conseguir el mayor rédito posible en el terreno de lo social. De capitalizar el tiempo y la capacidad cognitiva invertidos, en forma de reputación. El deseo de ser visibles y reconocidos en el entramado social, se ha convertido en necesidad y anhelo, y en una búsqueda incesante por satisfacer dicho deseo de pertenencia.

Progresivamente, la web 2.0 ha ido añadiendo otra serie de cambios, que se han sumado a la interacción de los usuarios. El algoritmo que regula el reino de lo digital ha sido implementado para producir un mundo a la medida de nuestros deseos. Al fin y al cabo, ¿porque tengo que ver aquello que contradice mis opiniones? Más aún, ¿Por qué aquello que me pone en cuestión, ha de invadir mi espacio personal? Más allá de nuestra opción de seguir o no determinados perfiles, las interfaces controlan aquello que vemos, precisamente haciendo la información, más o menos visible. Como apuntaba Wendy Hui Kyong Chun (2005), cuando navegamos, generamos una cantidad ingente de datos que son recogidos y enviados fuera para ser analizados. Estos datos vuelven a nosotros en forma de visibilidad. El algoritmo define qué aparecerá visible a nuestro tipo de perfil, con el objetivo de modelar nuestra mirada hacia el lugar que le resulte más eficiente. La realidad es que el algoritmo también es performático, y desarrolla su tarea de la manera más eficiente posible. Nuestros espacios en la red, así como la información que recibimos a través de ellos, no están hechos a la medida de nuestros deseos, sino a la medida de aquello que el algoritmo desea para nosotros. No se oculta una u otra información porque nosotros lo hayamos pedido, sino porque el algoritmo no está interesado en que la veamos. A través del régimen de lo visible, el algoritmo predice nuestra actividad y nuestro deseo, al mismo tiempo que los modela. Es precisamente a través este régimen de visibilidad que el discurso capitalista se hace biológico y se internaliza en nuestro cuerpo. Las imágenes, sujetas al algoritmo y a su capacidad de predicción y anticipación, se han convertido en la herramienta de control de la distribución de lo sensible (Ranciere, 2009). Por lo tanto, la labor que antes correspondía a las instituciones disciplinarias ha pasado a manos de las empresas y, en consecuencia, a los intereses del capitalismo financiero.

Antes nos reconocíamos en la mirada del otro, pero ahora es el algoritmo el que nos devuelve la mirada a través de la pantalla. La esfera de lo social, succionada por las redes sociales y su cultura de la sobreexposición de la identidad, se está traduciendo en un arma de despolitización y privatización de las identidades. Se generan simulaciones de comunidad basadas en falsos procesos de socialización, donde las identidades, valores y por encima de ello, los deseos, se construyen en torno a la privatización de los intercambios en la esfera digital. Desde que las identidades operan como marcas, ¿cuánto pueden tardar esas contra-imagenes de identificación de nosotros mismos a las que se refiere Murray, en caer bajo la depredación del algoritmo que controla el capitalismo financiero? Retomando la pregunta inicial, ¿soy yo quien controla la imagen de ese yo que me imagina? Desgraciadamente, en el régimen de la visibilidad, toda imagen está controlada y predicha por el algoritmo. A través de las imágenes visibles -aquellas con una mejor performance-, y debido a la capacidad performática de la imagen -de crear un efecto en lo real, replicamos e internalizamos los mitos sobre los que se construye nuestra subjetividad. Es a través de la gestión de la visibilidad del presente, que la ecuación matemática fabrica constantemente lo que está por venir. Por lo tanto, no existe imagen de un yo que el algoritmo no haya predicho antes de que yo la imagine. O antes de que la imagen del yo que me imagina, la sueñe. Puede, sin embargo, que la esperanza resida precisamente en las imágenes mismas que, siguiendo a Warburg, tienen un tiempo propio, anacrónico. Es desde el pasado, desde donde las imágenes activan esta última acepción de lo performativo: aquella capacidad del lenguaje de afectar lo real, y crear subjetividad. En ese caso, la supervivencia de lo político aún reside en las imágenes del pasado, que existen independientes a la necesidad de imaginar lo que está por venir.

BIBLIOGRAFÍA:

Hui Kyong Chun, Wendy (2005) On software, or the persistence of visual knowledge. Grey Room #18, Winter 2004, pp. 26–51. Grey Room, Inc. and Massachusetts Institute of Technology 27

http://www.mitpressjournals.org/doi/abs/10.1162/1526381043320741 (access 1/9/2017)

Murray, Derek Conrad (2015) Notes to self: the visual culture of selfies in the age of social media, Consumption Markets & Culture, 18:6, 490-516.

http://www.tandfonline.com/doi/abs/10.1080/10253866.2015.1052967?journalCode=gcmc20 (access 1/9/2017)

Ranciere, Jacques (2009) El reparto de lo sensible: estética y política. Lom Ediciones. Santiago de Chile.


Virginia Lázaro Villa es licenciada en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, donde obtuvo la beca de colaboración con el Departamento de Estética e Historia del Arte. Tras terminar sus estudios de licenciatura cursa el Master en Historia Visual en el Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía, especializándose en Crítica de Arte. Entre otras dedicaciones profesionales ha trabajado como dramaturga, crítica de arte y editora. Fue co-directora desde 2015 de la plataforma y revista de arte contemporáneo NOSOTROS, en la cual participaba como redactora desde 2012. Su trabajo puede leerse en publicaciones como Terremoto, El Estado Mental, Adesk o Phas.e Platform. Actualmente vive en Londres trabajando en su doctorado, investigando la iconoclastia en el régimen de las imágenes digitales.

 

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