La historiografía del arte en el ámbito del concepto moderno de historia. De su orientación ideológica y la articulación de otras historias posibles. (Daniel Villegas)

La historia del arte, como la historia misma, es un área de conocimiento que apareció en tiempos antiguos. La preocupación por el pasado artístico, evidentemente, no surge de pronto con la modernidad, pero la constitución de este campo como institución con pretensiones científicas sí resulta propia de esta época. En cualquier caso, se pueden enumerar distintos episodios pertenecientes a la aparición, de un modo un tanto discontinuo, de narrativas históricas asociadas al arte. Georges Didi-Huberman sostiene, en este sentido, que “[…] el discurso histórico no «nace» nunca. Siempre vuelve a comenzar. Y constatemos que la historia del arte ―la disciplina así denominada― vuelve a comenzar cada vez.[1] Afirma, por tanto, que en su dimensión disciplinar, la historia del arte, no tiene un origen único.[2]

Si bien es cierto que pueden encontrarse en el libro XXXV de Plinio el Viejo, conocido como el libro «sobre la pintura», diferentes asuntos en relación con el arte[3] entre los que destaca el tratamiento de diversas figuras clásicas de la pintura, asociados a la historiografía artística, “en realidad Plinio considera que el célebre catálogo de los pintores como «ajeno» a su tema (§ 53). Aunque ocupa un amplio espacio, a sus ojos no es más que una ramificación del asunto principal.”[4] Caso distinto lo constituye Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos de Giorgio Vasari. Bajo su apariencia de compendio de narraciones, en el sentido de elementos constituyentes de la historia premoderna, de una selección de artistas, que operarían como ejemplo, el texto de Vasari incluye un aspecto que será, con posterioridad, determinante en la constitución de la institución historiográfica moderna. Esto es la noción de progreso: “En el campo metodológico la aportación fundamental de Vasari consiste en insertar un concepto progresivo de la Historia, desde la Edad Media hasta la plenitud de Miguel Ángel, dentro de un esquema claro y razonado, que encuentra su fundamento en las Vidas.”[5]

En cualquier caso, no será hasta la aparición del ambiente intelectual configurado por el Sattelzeit cuando la historia del arte se defina como institución plenamente moderna. Será de la mano de Johann Joachim Winckelmann, en su Historia del arte de la Antigüedad, de 1764, cuando la historia del arte se transforme de campo de estudio de singularidades, propio de la historiografía antigua articulada por crónicas como las de Plinio o Vasari, a la investigación histórica cuyo objeto serán la determinación de leyes emanadas del colectivo singular moderno. La finalidad de tal empresa era, tal como señala Koselleck, la instauración de un “sistema doctrinal”.[6]

Con la procesualización y sistematización de la historia del arte desarrollada por Winckelmann, de consuno con el desarrollo de la noción moderna de historia, se asiste al nacimiento de la institución moderna de la historiografía artística debido a que es él quién “[…] inventa la historia del arte. Entendámonos: la historia del arte en el sentido moderno del término «historia». La historia del arte procedente de esa época de las Luces y, pronto, de esa época de los grandes sistemas ―el hegelianismo en primer lugar― y de las ciencias positivas en la que Foucault ve en acción los dos principios epistémicos concomitantes de la analogía y la sucesión […]”[7] De modo tal que Winckelmann “[…] representaría en el terreno de la cultura y de la belleza el giro epistemológico de un pensamiento del arte en la época ―auténtica, ya «científica»― de la historia.”[8] La conversión de la historia del arte en un sistema doctrinal [Lehrgebaüde] característico del despliegue histórico de aquellos tiempos, resulta el hecho más relevante dentro las aportaciones de Winckelmann, pero no será el único. De hecho, con su Historia del arte de la Antigüedad, se produce en el terreno histórico, en general, una transformación definitiva del lenguaje que determinaría el giro de una historia basada en elementos particulares a otra donde éstos forman parte de una narración de las abstracciones que los contienen.

El sistema histórico de Winckelmann, de pretensión científica, tendrá una gran influencia en el desarrollo de la historiografía moderna del arte que a mediados del siglo XIX, aparecería ya como una disciplina relativamente bien asentada. Sin embargo, la emergencia de la visión sistemática de Hegel por la que se integraba la filosofía de la historia con la propia del arte, supuso un hito central en el proceso de consolidación de dicha institución. La complejidad de aplicación de los principios hegelianos al terreno de la interpretación de las obras artísticas individuales y una cierta oposición a sus planteamientos debido a su carácter especulativo, no fue óbice para su influencia en la definición de las bases que construyeron el discurso historiográfico en el contexto artístico. Su huella puede rastrearse en el pensamiento de no pocos historiadores del arte de aquella época. Se pueden incluso incluir, entre éstos, a aquellos que, de forma más o menos explícita, rechazaban el idealismo hegeliano, como son algunos de los más destacados fundadores de la disciplina ya buscaran trazas del progreso del espíritu en la historia a través del estilo unos o las transformaciones ocasionadas por la lucha de clases otros.[9]

La influencia del sistema histórico hegeliano en la constitución de la historia del arte resulta, cuando menos, problemático, debido a la mencionada oposición de numerosos historiadores del arte y de la cultura, como es el caso por ejemplo de Jacob Burckhardt, a los postulados idealistas. Keith Moxey, sin embargo, sostiene que en la configuración de la historia del arte como institución moderna, existe algo así como un inconsciente hegeliano que ha determinado, en los aspectos metadiscursivos conformadores de esta disciplina, una parte de su estructura profunda. Afirma Moxey que la historiografía teleológica, que ha caracterizado el discurso académico de la historia del arte incluso en la actualidad, encuentra su origen en Hegel:

“[…] el impulso de elaborar relatos con un propósito, una tendencia promovida por la filosofía de la historia de Hegel, coincidió efectivamente con las políticas nacionalistas de los siglos XIX y XX. La visión hegeliana de la historia debe ser, pues, considerada sólo como un aspecto más de un denso conjunto de ideas que constituyen la práctica de la historia del arte. Al referirme al «inconsciente hegeliano» de la disciplina, intento suscitar asociaciones sociales y psicoanalíticas. Los valores que caracterizan los sistemas significativos de la existencia profesional de la historia del arte pueden ser descritos en toda justicia como ideológicos.”[10]

La pervivencia de los referidos elementos hegelianos en el terreno académico de la historia del arte está vinculada a un fenómeno de naturalización, mediante su aparición como pertenecientes a la pretendida neutralidad del discurso científico, por el cual se legitiman estos aspectos que, como se ha señalado, Moxey califica como decididamente ideológicos. La apariencia, sin embargo, distanciada, rigurosa y autónoma de la institución historiográfica sigue, aún hoy, siendo efectiva en términos sociales y profesionales. En cualquier caso, diversos aspectos metodológicos que operan en la estructura de producción científica de la historia del arte están determinados por la metafísica hegeliana en relación con lo histórico. Moxey explica como el concepto de estilo, tan querido por la historiografía artística, se convierte en objeto central de la metodología en este campo, en su relación con la forma en el que esta noción informa de cómo el Geist hegeliano se despliega a través de las obras de arte en un momento histórico concreto.

La historia de los estilos se convierte, así, en un instrumento de la noción progresiva de la historia, donde se produce un despliegue de lo ideológico. Es decir, que paralelamente al desarrollo de la historia moderna, la historiografía artística tendrá un papel central en la interpretación del devenir ―se conformará no sólo en la institución de legitimación del presente, mediante la narración del pasado―, en una maniobra teleológica, que permitirá a esta instancia una cierta planificación del futuro. La marcha del progreso artístico estaría determinada por un fin que, como señala Moxey en relación con el tratamiento historiográfico del pintor flamenco Hans Memling, actuaba en conexión con aspectos ideológicos, en concreto con el nacionalismo, que perfilaban el horizonte de expectativa:  “Los historiadores ya no soñaban con el pasado como forma de validar el presente, sino con las ambiciones utópicas del presente, ambiciones que estaban inextricablemente identificadas con las políticas de las emergentes naciones-estado.”[11]

La pervivencia de la agenda nacionalista, asociada con el sistema hegeliano, en la configuración de la historia del arte durante el siglo XX será identificada, por Moxey, en diversas posturas historiográficas como la de Erwin Panofsky. En su pensamiento pueden rastrearse las trazas intrínsecas que sitúan ideológicamente su práctica historiográfica. Es decir, atravesada de ciertos valores que no se suelen explicitar. Sostiene Moxey que Panofsky se ubica en su producción en el territorio de la construcción y vindicación de un canon alemán, vinculado a la expresión «gran potencia», en la historia del arte donde resuenan los ecos decimonónicos de la competición nacionalista[12]. Del trabajo de Panofsky sobre Durero, en su tesis doctoral de 1914 y la posterior monografía Vida y arte de Alberto Durero de 1943, puede colegirse la orientación ideológica de su investigación historiográfica desde una perspectiva nacionalista. De este modo, en la introducción de su citada monografía, Panofsky ―reconociendo la incapacidad de lo alemán para la definición de un estilo debido a la inclinación individualista de la mentalidad germana [“A este individualismo se debe el que el arte alemán no haya logrado jamás ese nivel de homogeneidad, o síntesis armoniosa de elementos contrastantes, que es requisito indispensable de los estilos universalmente reconocidos.”[13]]― plantea, sin embargo, la validez del arte alemán como referencia de primer orden en la configuración de la historia del arte a través de las aportaciones individuales: “[…] ejerció Alemania una influencia internacional mediante la producción de tipos iconográficos específicos y obras de arte aisladas que serían aceptados e imitados no como muestra de un estilo colectivo sino como «invenciones» personales.”[14] De estos argumentos pueden inferirse la dependencia del discurso de Panofsky de la lógica nacionalista asociada al estilo y sus esfuerzos por introducir ciertos matices en ésta, la apelación a lo individual como parte del carácter germánico, como intento de poner en valor el arte alemán. En cualquier caso, la persistencia del nacionalismo en el pensamiento de Panofsky no deja de ser problemática habida cuenta de su origen judío que le había situado como víctima de las purgas nazis.

La hegemonía de determinados aspectos de la teleología hegeliana en la conformación de la institución historiográfica del arte no supuso, sin embargo, una situación de unanimidad. Precisamente se debe al mentor de Panofsky, Aby Warburg uno de los más significativos giros de la historiografía artística que se distanciaba efectivamente de los principios inconscientes de estirpe hegeliana que había constituido el discurso histórico del arte. En la propuesta teórica de Warburg se encuentran distintos aspectos, como son lo fragmentario y la discontinuidad, propios del citado sistema genealógico de Nietzsche que había aparecido como respuesta a las posturas historicistas de cuño hegeliano. Esta relación ha sido señalada por Didi-Huberman vinculada con la supervivencia de determinados aspectos de la antigüedad a través de las imágenes:

“Las supervivencias advienen en imágenes, y ello exige de nosotros algo más que una simple historia del arte. Warburg desarrolló todo su pensamiento de las imágenes supervivientes desde la óptica ―siempre nietzscheana― de una genealogía de las semejanzas, es decir, de una manera auténticamente crítica de encarar el devenir de las formas al margen de las teleologías, positivismos y utilitarismos de cualquier pelaje. Al poner las bases de esta genealogía de las semejanzas occidentales, Aby Warburg suscitó en el ámbito estético ―no menos que en la historia del arte y sus tranquilas filiaciones vasarianas― un torbellino más discreto pero comparable al que, en el ámbito ético, había suscitado Nietzsche con su sulfurosa Genealogía de la moral.[15]

La postura de Warburg, en relación con la historia del arte, quedó resumida en su proyecto inconcluso el atlas Mnemosyne,[16] que supuso el corolario de sus investigaciones. Esta enorme empresa iniciada por Warburg en 1924, en la que trabajó de forma ininterrumpida hasta su muerte en 1929, era un atlas compuesto de una ingente cantidad de imágenes provenientes de la historia del arte en un dispositivo fotográfico, al que más tarde añadiría una fonoteca,ubicada en la Kunstwissenschaft Bibliothek Warburg de Hamburgo. Estas reproducciones fotográficas se agruparon en diferentes paneles que dotaban a este proyecto de un carácter expositivo, en una interesante vinculación de la construcción del discurso histórico con una metodología antiidealista basada en un pensamiento por imágenes,[17] asociado la constitución de una memoria en acción,[18] propia de un dispositivo de exhibición del arte. No se trata aquí de hallar regularidades o leyes abstractas, en términos hegelianos, que emanan de la singularidad de las imágenes sino, más bien, de a través de lo fragmentario posibilitar, mediante un principio de combinatoria, la aprehensión de conceptos fundamentales. En este sentido, Mnemosyne no trata de configurarse como un marco doctrinal ya que “[…] hacía ya mucho tiempo que, para Warburg, tales marcos habían explotado.”[19] Se trata entonces de “[…] más que ilustrar una interpretación preexistente sobre la transmisión de las imágenes, ofrece[r] una matriz visual para desmultiplicar sus órdenes posibles de interpretación.”[20]

Mnemosyne se aleja de las posiciones historiográficas de su época de manera radical no ofreciendo “[…] ningún discurso del método: sólo la loca exigencia de pensar cada imagen en relación con todas las demás y de que este pensamiento mismo haga surgir otras imágenes, otras relaciones y otros problemas, ocultos hasta entonces pero no menos importante, quién sabe.”[21] Oponiéndose así Warburg a los planteamientos totalizantes y finalistas hegelianos en la constitución de una “[…] ciencia «sin nombre» […] en la medida en que es una ciencia de los problemas fundamentales planteados por las singularidades fecundas, las excepciones, los intervalos, los síntomas y los impensados de la historia, se nos presenta, pues, «sin límites», como análisis «sin fin»[…]”[22] Quizá la orientación teórica de carácter experiencial de la propuesta warburgriana que, en cierto modo renuncia a la constitución de un método en términos superficiales, explique su falta de seguidores a pesar de se le haya vinculado como raíz de la escuela iconológica o el ámbito, más reciente, de los estudios visuales.[23] Sin embargo, no hay que olvidar aquí la relación directa que existe entre el trabajo de Warburg y el concepto de historia en Walter Benjamin. Éste articularía un modo de tratarse con este campo basado, asimismo con la fragmentación y la discontinuidad. Del mismo modo, apuntó a las tensiones ideológicas a la que estaba sometida la narración histórica:

“[…] con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. […] Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. […]  tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que sea  a la vez barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro.”[24]

De las distintas concepciones históricas que divergían o se contraponían a la versión moderna de la historia, fundamentada de modo intencionado o inconsciente en argumentaciones de estirpe hegelianas, emergería una situación que pondría en crisis este tipo de noción y que, de forma más evidente, se visibilizaría con el decaimiento del proyecto moderno después de la Segunda Guerra Mundial. La naturalización decimonónica del discurso histórico reducido a la determinación de las leyes del devenir fijado por anticipado había desembocado, inevitablemente, en la constitución de una instancia de legitimación ideológica, tan apreciada por las democracias burguesas como para los totalitarismos, que trataba de identificar una visión del mundo concreta con la verdad histórica. Pero en vista de las terribles consecuencias emanadas de aquél contexto resultará problemático, una vez finalizada la contienda, seguir sosteniendo los planteamientos históricos teleológicos. Sin embargo, la posición mayoritaria de la historiografía occidental en la época de postguerra se refugió en una posición aparentemente neutral propia de un cientifismo que conscientemente abominaba de cualquier contacto con lo ideológico.

No parece, sin embargo, que ese repliegue hacia la ciencia empírica fuera garantía, como ya se ha comentado en relación a la pervivencia hegeliana inconsciente, de conjurar los aspectos ideológicos que son inherentes a cualquier tipo de discurso. En definitiva estas tentativas positivistas seguían estando articuladas por una teleología a pesar de su insistencia “[…] en una distinción absoluta entre el horizonte histórico del intérprete y el horizonte histórico en discusión [que] ha resultado ser insostenible. La fetichización del objeto perdido del deseo de la historia del arte, la preocupación por investigar sólo el significado de la intención original de las obras de arte, y no el significado de su posterior recepción, ha tenido implicaciones reductivas para el proceso de interpretación.”[25] Manuel Cruz insiste en la parcialidad ideológica de los discursos históricos pretendidamente científicos:

“Por boca del historiador habla su tiempo, pero no está nada claro que hable todo su tiempo. A esta parcialidad se le puede añadir un variable grado de inconsciencia. Pocos historiadores acostumbran a reconocer la condición sectaria, por parcial, de sus preguntas. La mayor parte declara su firme voluntad de universalidad. Nadie dice que mientan al hacerlo. Pero es un hecho que la concreta realidad en la que el historiador desarrolla su actividad resuena en el discurso que produce. Las divergentes interpretaciones del pasado o sus vaivenes estarían expresando entonces más las circunstancias en las que el historiador elabora su obra que el proceso real del desarrollo histórico.”[26]

Con la irrupción del postestructuralismo, a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado, con claras vinculaciones con el pensamiento nietzscheano y la emergencia posterior de la postmodernidad se produce una clara transformación en el tratamiento de lo historiográfico. La cuestión ahora se desplaza hacia quién, o desde donde, se articulan las narraciones históricas,[27] de consuno con las preguntas que se formulaba Lyotard y que han sido señaladas con anterioridad, desdeñando la supuesta neutralidad científica de los discursos históricos, basada en la instancia de verdad y universalidad,[28] y orientando el análisis de textos hacia la atención de sus determinaciones o compromisos ideológicos,[29] las de sus autores como afirma Moxey:

“Una vez abandonada la idea que las historias escritas de corresponden con los eventos que han tenido lugar en el pasado (y que el concepto de la historia como algo encontrado más que construido es irrelevante para el proyecto del historiador) la condición de la historia como texto adquiere un nuevo significado. El postestructuralismo ha alterado nuestras visiones de la historiografía. En lugar de ser vista como un registro de intentos anteriores de hacerle justicia al pasado (intentos que necesitan ser corregidos y reemplazados a medida que consecutivas generaciones de historiadores descubren «hechos» nuevos y más pertinentes entre los «documentos» o «archivos» relacionados con el periodo en escrutinio), la historia textual de la disciplina puede ser examinada ahora desde una perspectiva diferente. Si se toma en consideración la importancia de la posición individual del autor o autora, si se asume la ubicación del autor o autora en el presente como parte integrante de su explicación del pasado, entonces es posible analizar el corpus escrito de la historia del arte atendiendo a los valores culturales y los compromisos ideológicos que los autores depositan en sus textos, y determinar la función social de esos textos en su momento de composición.”[30]

En este contexto Roland Barthes plantearía las dificultades asociadas al mantenimiento de la clásica noción moderna de historia objetiva en la que ésta “[…] parece estarse contando sola”[31] y donde

“[…] el enunciante anula su persona pasional, pero la sustituye por otra persona, la persona «objetiva»; el sujeto subsiste en toda su plenitud, pero como sujeto «objetivo»; esto es lo que Fustel de Coulanges llamaba significativamente (y con bastante ingenuidad también) la «castidad de la Historia». Al nivel del discurso, la objetividad ―o carencia de signos del enunciante― aparece como una forma particular del imaginario, como el producto de lo que podíamos llamar la ilusión referencial, ya que con ella el historiador pretende que el referente hable por sí solo.”[32]

La pretendida objetividad de la historia sólo podría estar vinculada a su asignificación que, según Barthes, solo podría alcanzarse en su articulación como “[…] una pura serie de anotaciones sin estructura: es el caso de las cronologías y de los anales (en el sentido puro del término)”[33] y, desde luego, obviando el muy poco probable desinterés en la selección de esos apuntes históricos. Sea como fuere, la introducción de la narración establece una serie de significaciones:

“[…] por su propia estructura y sin tener necesidad de invocar la sustancia del contenido, el discurso histórico es esencialmente elaboración ideológica, o, para ser más precisos, imaginario, si entendemos por imaginario el lenguaje gracias al cual el enunciante de un discurso (entidad puramente lingüística) «rellena» el sujeto de la enunciación (entidad psicológica o ideológica).”[34]

Concluye, de este modo, Barthes que en el discurso histórico “[…] el hecho no tiene nunca una existencia que no sea lingüística […]”[35] que, sin embargo, contrasta paradójicamente con su apariencia de “«copia» pura y simple de otra existencia, situada en el campo extraestructural, la «realidad».[36] Se produce, de este modo, lo que denomina efecto de realidad[37] confiriendo verosimilitud al relato histórico y que opera en función de que, “[…] en la historia «objetiva», la «realidad» no es nunca otra cosa que un significado informulado, protegido por la omnipotencia aparente del referente.”[38] De acuerdo con este sentido, Barthes afirma que “[…] el discurso histórico no concuerda con la realidad, lo único que hace es significarla, no dejando de repetir esto sucedió, sin que esta aserción llegue a ser jamás nada más que la cara del significado de toda narración histórica.”[39] La importancia del efecto de realidad es “[…] atestiguado por el desarrollo de los géneros específicos como la novela realista, el diario íntimo, la literatura documental, el suceso, el museo histórico, la exposición de antigüedades y sobre todo, el desarrollo masivo de la fotografía […]”[40]

Lo que comienza, en definitiva, a considerarse es que el pasado tiene la misma cualidad plástica que la noción moderna de la historia admitía sólo para el futuro de acuerdo con las correcciones que se habrían de producir para alcanzar así los objetivos de una planificación histórica. De este modo, especialmente en el contexto de la postmodernidad, el discurso histórico, en tanto que narración, está sujeto a un cierto relativismo en función de la posición que ocupa quien lo construye, su autor, en un contexto donde los grandes relatos de legitimación de la modernidad aparentan, al menos, haberse disuelto. A partir de este momento, desde esta perspectiva, la historia se construye desde posiciones ideológicas conscientes.[41] En este sentido se expresa Jameson:

“[…] el descubrimiento, a cargo de historiadores profesionales, de que «todo es ficción» (véase Nietzsche)  y de que nunca puede haber una versión correcta; el final de las «narrativas maestras» en el mismo sentido, junto con la recuperación, en un momento en que las alternativas históricas están desapareciendo, de historias alternativas del pasado (grupos silenciados, trabajadores, mujeres minorías cuyos breves registros se han quemado o eliminado sistemáticamente de todas partes excepto de los archivos policiales); y si queremos tener una historia, en lo sucesivo sólo habrá que participar.”[42]

Este tipo de participación en la construcción de lo histórico se ha definido como narrativismo en el que existe una demanda para que su autor exprese con claridad desde donde habla en contraste con la ocultación de la perspectiva ideológica de las posiciones de la historiografía positiva que tiende a ocultar este tipo de determinaciones acusando de ideológicos, como si éstos estuvieran libres en el desarrollo de su profesión de todo compromiso político, a los argumentos de los defensores de posturas que visibilizan su perspectiva.[43] Así, “[…] para los historiadores tradicionales, la sugerencia de que la escritura histórica es una construcción, quizá tan imaginativa como cualquier creación literaria, es una herejía. […] Pero lo que podría ser una herejía para los historiadores es un supuesto corriente para un sociólogo. La interpretación académica de los hechos históricos están sometidas a muchas de las bases y distorsiones sociológicas […]”[44]

En definitiva, cualquier relato histórico está atravesado por la teleología, debido a nuestra incapacidad de tratarnos directamente con lo real, que según Cruz no necesariamente debe considerarse como un elemento de descalificación siempre y cuando tal circunstancia se explicite y, así, pueda establecerse un contraste crítico con otras posturas. Este perspectivismo, sin embargo, “[…] no tiene por qué significar un descontrol sobre el relato. Éste se halla sometido al control intersubjetivo. Más aún, sin esa ratificación ni al propio narrador le sirve (el relato es un espacio social en el que se configura la identidad). Debe quedar desechada, por lo menos en primera instancia, esa arraigada tendencia a identificar relato con «ficción privada».”[45]  Asimismo, como sostiene Jacques Rancière, la aceptación de la dimensión narrativa de la historia no quiere decir que todo se sitúe en el territorio de la ficción:

“El concepto de «relato» nos encierra en las oposiciones de lo real y el artificio, donde se pierde por igual positivistas y deconstruccionistas. La cuestión no es decir que todo es ficción. La cuestión es constatar que la ficción de la era estética ha definido modelos de conexión entre presentación de hechos y formas de inteligibilidad que difumina la razón de los hechos y razón de la ficción, y que estos modos de conexión han sido retomados por historiadores y analistas de la realidad social. Escribir la historia y escribir historias son hechos que reflejan un mismo régimen de verdad. Esto no tiene nada que ver con ninguna tesis de realidad o irrealidad de las cosas.”[46]

En esta misma dirección apunta la consideración de Moxey de la historia, del arte en este caso, como una empresa retórica, esto es ideológica, cuyo arte es el de la persuasión, incluyendo a la historiografía que pretende situarse exclusivamente en el territorio de la epistemología,[47] y que conjura los peligros de una radicalización relativista en la confrontación intersubjetiva: “[…] mi argumento es que toda escritura histórica es por definición un arte de persuasión. Un argumento sólo puede ser contrarrestado con otro. Es en este choque de retóricas donde se obtiene una penetración histórica, más que en recurrir inútilmente a «lo que realmente ocurrió».”[48] La verdadera amenaza que encuentra Moxey no está asociada con la sustitución de la verdad histórica por la retórica sino, más bien, aparece como fruto de la ocultación de esa condición en un discurso histórico naturalizado, así

“los peligros de la persuasión están en nuestra incapacidad de reconocer que la historia del arte es un cometido retórico más que epistemológico; de hecho, estos peligros no están tanto en la capacidad retórica para convencer a otros de nuestro punto de vista, como en el poder para convencernos a nosotros de que ese punto de vista es el único modo necesario de interpretar el material que tenemos a mano.”[49]

Sin embargo, parece que existen a juicio de Jameson otros peligros asociados, en el contexto postmoderno, con la banalización de la historia en una “[…] historiografía fantástica postmoderna, tal y como se encuentra en las disparatadas genealogías imaginarias y novelas que mezclan figuras y nombres históricos como si fueran cartas de una baraja finita.”[50] En este tipo de construcción histórica, “sin embargo, es obvio que el juego libre con el pasado —el delirante monólogo continuo de revisión postmoderna en tantas narrativas intragrupales— es igualmente alérgico a las prioridades y compromisos, por no decir a las responsabilidades, de los diversos tipos de historia partisana (tan aburridamente comprometidos).”[51] En el territorio de la producción cultural esta actitud estaría marcada, en especial en los años ochenta del siglo XX, por “[…] lo que los historiadores de la arquitectura llaman «historicismo», es decir, la canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, el juego de la alusión estilística azarosa y, en general, lo que Henri Lefèbvre bautizó como creciente primacía de lo «neo».”[52] Esto se producirá según Jameson “en fiel conformidad con la teoría lingüística postestructuralista, el pasado como referente se va poniendo paulatinamente entre paréntesis y termina borrándose del todo, dejándonos tan sólo textos.”[53] Tan sólo nos queda, pues, en esta situación la posibilidad de exploración del pasado a través de estas intermediaciones que, en muchas ocasiones, estarán atravesadas por un halo de nostalgia que considera “[…] incompatible con una autentica historicidad.”[54] Del mismo modo que el recurso por parte del arte, en el ámbito de la pseudohistoria postmoderna, del simulacro “[…], o del pastiche del pasado estereotípico, dota a la realidad actual y al carácter abierto de la historia presente del hechizo y la distancia de un brillante espejismo. Pero este hipnótico nuevo modo estético surgió a su vez como síntoma preciso del declive de nuestra historicidad, de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de modo activo.”[55] Lo que según Peter Sloterdijk constituye una especie de rechazo intrahistórico de la historia,[56] cuyo síntoma es la preferencia por tratarse con lo muerto que resultará aconflictivo para una existencia en cierto modo igualmente mortecina.[57]

Estas posturas coinciden, de algún modo, con las preocupaciones de Huyssen en lo relativo a la reducción de la memoria al espectáculo reificante afirmando que “esa cultura de la memoria viene surgiendo desde hace bastante tiempo en esas sociedades [las del Atlántico Norte] por obra del marketing cada vez más exitoso de la industria cultural occidental, en el contexto de lo que la sociología de la cultura alemana denominó Erlebnisgesellschaft.”[58] En cualquier caso, sostiene Huyssen que ciertas culturas de la memoria producidas en diversos contextos como el africano o el de la Europa del este postcomunista han tenido una configuración más explícitamente política.

Volviendo a Jameson lo que propone, en definitiva, frente a la atomización radical del discurso histórico propios de esta postmodernidad y los reduccionismos totalitarios vinculados a los sistemas teleológicos clásicos,  una articulación epistemológica “totalizadora” que no pretende subordinar las explicaciones de la cultura a un plan director sino, más bien, cartografiar una realidad en la se contemplan todos los fenómenos sociales como parte de una estructura diversa, dinámica y con sentidos ideológicos definibles.[59]

Por otra parte, desde posturas conservadoras, diametralmente opuestas del planteamiento de Jameson, han existido claras resistencias a la admisión de los principios ideológicos inherentes a cualquier forma historiográfica. La aparición, a partir de la década de los setenta del pasado siglo, de formas otras de definición del discurso histórico que durante la siguiente década tendrían un peso académico importante encontrará, con posterioridad, una fuerte oposición según Moxey:

“Después de experimentar una «revolución de la teoría» en los años 80, los historiadores parecen estar experimentando ahora la nostalgia de una época más simple y feliz. Más que un deseo de reconocer que el discurso de la historia del arte está teñido por las posiciones individuales de los que participan en él, parece haber una añoranza por una epistemología fundacionalista, por un tiempo en el que se esperaba que todos los autores escriban con la misma voz, aunque esa voz sólo represente los intereses de una clase, género o raza específicas. La razón de resistirse a este impulso de volver a un momento menos conflictivo del pasado de la historia del arte (reajuste, ensayo y representación de argumentos que abrieron las puertas al reconocimiento de diferentes formas de subjetividad en la producción de conocimiento) es defender el valor de las oportunidades interpretativas que han sido abiertas por el feminismo, la teoría homosexual y el poscolonialismo.”[60]

La propuesta historiográfica de Moxey podría entonces resumirse del siguiente modo y según sus propias palabras:

“Más que legitimar un canon preestablecido de artistas y obras según un principio de objetividad, yo argumento que los historiadores deberían seguir su propio programa y articular sus propios motivos para involucrarse en el proceso de encontrar significado cultural al arte del pasado. Más que considerar la materia de la historia del arte como algo fijo e inmutable, los estudiosos tienen ahora la oportunidad de definir cuál sería esa materia. Al hacerlo podrán exponer, en lugar de ocultar, los temas culturales que los preocupan. […] Los códigos y convenciones culturales que sirven para definir una identidad particular también hacen posible que partícipe en la vida social. El rol activo de la historia en la creación y la transformación de la cultura sólo puede ser entendido porque su materia está constituida por y es constituyente de las circunstancias en las que el historiador o historiadora existen. […] La determinación psicológica e ideológica no puede evitar que un autor o autora dote a sus relatos históricos de una persuasión política que se ocupe de los acuciantes temas sociales y culturales de su época.”[61]

Aunque, en los últimos tiempos, hemos asistido a una transformación, en el sentido aquí descrito, de parte de la disciplina historiográfica en el territorio del arte, lo que incluye las instituciones museísticas y expositivas asociadas, hay que insistir en la necesidad de construir formas otras de tratarse con lo histórico si, como decía Friedrich Nietzsche en su Segunda consideración intempestiva, se pretende la definición de una historia útil para la vida.

[1] Georges DIDI-HUBERMAN, La imagen superviviente. Historia del arte y su tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Adaba Editores, Madrid, 2009, p. 9.

[2] Ibíd.

[3] Así “el libro XXXV se ordena, a grandes líneas, en tres partes: la primera (2-52) está ocupada por consideraciones históricas y técnicas sobre pintura: su historia en relación con la sociedad romana, y sus ingredientes. La segunda (53-149) contiene la revista de los pintores y de las obras célebres. La tercera (151-202) ―el § 150 tiene el aspecto de una añadido puntual― trata del modelado y luego da cabida a informaciones que malamente encontrarían acomodo en otro lugar…” [Guy SERBAT, “Introducción general, en: Plinio el Viejo, Historia Natural. Libros I-II, Tomo I, Gredos, Madrid, 1995, p. 126.]

[4] Ibíd.

[5] María Teresa Méndez BAIGES y Juan M.ª MONTIJANO GARCÍA, “Introducción”, en: Giorgio Vasari, Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos (Antología), Tecnos, Madrid, 1998, p.27.

[6] Reinhart Koselleck, historia/Historia, Trotta, Madrid, 2004, p. 42

[7] Georges DIDI-HUBERMAN, op. cit., p. 10.

[8] Ibíd., pp. 10-11.

[9] Keith MOXEY, Teoría, práctica y persuasión. Estudios sobre historia del arte, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2004, pp. 89-90.

[10] Ibíd., p. 71.

[11] Ibíd., p. 79.

[12] Cfr. Ibíd., p. 16.

[13] Erwin PANOFSKY, Vida y arte de Alberto Durero, Alianza, Madrid, 1982, p. 30.

[14] Ibíd.

[15] Georges DIDI-HUBERMAN, op. cit., p. 156.

[16] Este proyecto está recogido en: Aby WARBURG, Atlas Mnemosyne, Akal, Madrid, 2009.

[17] Georges DIDI-HUBERMAN, op. cit., p. 410.

[18] Ibíd.

[19] Ibíd., p. 422.

[20] Ibíd., p. 420.

[21] Ibíd., pp. 459-460.

[22] Ibíd., p. 460.

[23] Un ejemplo destacado que toma como referente el atlas Mnemosyne en el ámbito de la práctica artística lo constituye el proyecto Atlas, del artista alemán Gerhard Richter. Entre otras publicaciones que recogen este trabajo puede consultarse: Gerhard RICHTER, Atlas / Gerhard Richter, Museum Ludwig, Verlag, Munich, 1989. Atlas está, igualmente, disponible para su consulta en la siguiente URL: http://www.gerhard-richter.com/art/atlas/.

[24] Walter BENJAMIN, “Sobre el concepto Historia”, en: Walter Benjamin, Obras, Libro I/ vol. 2, Adaba Editores, Madrid, 2008.pp. 181-182.

[25] Georges DIDI-HUBERMAN, op. cit., p. 460.

[26] Manuel CRUZ, Filosofía de la historia. El debate sobre el historicismo y otros problemas mayores, Paidós, Barcelona, 1991, p. 20.

[27] El aspecto subjetivo de la escritura histórica había sido señalado, en un sentido más relativo, por algún historiador clásico como Robin George Collingwood quien afirmaba: “La autonomía del pensamiento histórico se manifiesta con la máxima sencillez en el trabajo de selección. El historiador que trata de trabajar de acuerdo con la teoría del sentido común y reproducir exactamente lo que encuentra en sus autoridades, se asemeja al pintor de paisajes que trata de trabajar apegado a la teoría que ordena al artista copiar la naturaleza. Acaso imagine que reproduce dentro de su medio propio las formas y colores verdaderos de las cosas naturales; pero, por mucho que se esfuerce en hacerlo, estará siempre seleccionando, simplificando, esquematizando, dejando fuera lo que no considera importante y tomando lo que le parece esencial. El artista, y no la naturaleza, es el responsable de lo que entra en el cuadro. De la misma manera, no hay historiador, ni siquiera el peor, que se limite a copiar a sus autoridades; aun cuando no ponga nada de su parte (lo cual nunca es realmente posible, siempre deja cosas que , por una razón o por otra, decide que su obra no necesita o no puede utilizar. Por tanto, es él y no su autoridad el responsable de lo que se incorpora. En este punto es él su propio amo: su pensamiento es, hasta ese punto, autónomo.” [R.G. COLLINGWOOD, Idea de la historia. Fondo de Cultura económica, México DF, 1979,p. 230.]

[28] Sobre la parcialidad de la historia universal, pero también de algunas historias alternativas, Janet Abu-Lughod manifiesta que “cualquier historia de “el otro” o del “sistema del mundo” escrita desde la perspectiva de un sólo actor o sociedad puede ser solamente una revelación parcial de la storia, a pesar de su erudición.” [Janet ABU-LUGHOD, “On the remaking of history: How to reinvent the past”, en: Barbara Kruger & Phil Mariani, Discussion in Contemporany Culture, nº 4, DIA Art Foundation, Bay Press, Seattle, 1989, p. 112.] [Traducción propia]

[29] Sitúa Moxey el momento crucial de demostración de lo insatisfactorio del canon de la historia del arte en la definición de la tradición, en términos ideológicos, en la publicación en 1970 del artículo de Linda Nochlin ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? [Linda Nochlin, “Why Have There Been No Great Women Artists?”, Art News, nº 69, 1971, pp. 23-39, 67-69.] en el contexto de los estudios feministas que, según Moxey, no sería hasta la aparición de los mismos cuando “[…] la equivalencia entre canon de la historia del arte y la tradición se vio ante un reto perdurable.” [Keith MOXEY, op. cit., p. 118.] Respecto del mencionado artículo Moxey sostiene: “No hay nada inherentemente natural en la selección de grandes artistas y obras en las que se basa la historia del arte, porque en elección es producto de actitudes sociales históricamente determinadas. La equivalencia entre mérito artístico y tradición, argumentó Nochlin, honraba los logros culturales de los hombres porque las fuerzas sociales evitaban que las mujeres participasen completamente en los procesos de producción artística. En un contundente informe sobre la historia de la prohibición a las mujeres de pintar desnudos en las academias de arte que dominaron la educación artística hasta finales del siglo XIX, Nochlin sugirió que eran las instituciones sociales, y no una carencia innata del carácter femenino, las responsables de la poca representación de su género entre los «grandes» artistas del pasado.” [Ibíd., p. 119.]

[30] Ibíd., p. 69.

[31] Roland BARTHES, “El discurso de la historia”, en: Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura, Paidós, Barcelona, 1987, p. 168.

[32] Ibíd.

[33] Ibíd., p. 173.

[34] Ibíd., p. 174.

[35] Ibíd.

[36] Ibíd.

[37] Este término será desarrollado por Barthes en: Roland BARTHES, “El efecto de realidad” en: Roland Barthes, op. cit., pp. 179-187.

[38] Roland BARTHES, “El discurso de la historia”, op.cit., p.175.

[39] Ibíd., pp. 175-176.

[40] Ibíd., p. 176.

[41] En este sentido Moxey contrapone la supuesta neutralidad del discurso de corte hegeliano con la aceptación postestructuralista de los elementos ideológicos que determinan las narraciones históricas: “Mientras el historiador hegeliano naturaliza la perspectiva autoral al arrogarse la percepción del significado inmanente de la historia —un gesto interpretativo que sugiere una correspondencia entre una secuencia de eventos y el relato que los relaciona— los historiadores que se nutren de la teoría postestructuralista no pueden hacer tal cosa. Si aceptamos la conclusión de que el relato de la historia no puede coincidir con los eventos del pasado, entonces ya no es posible situar los ejes de interpretación en el horizonte histórico que es objeto de estudio. […] El historiador debe aceptar que los patrones discernidos en el pasado responden a necesidades culturales, ideológicas y a veces nacionalistas, del presente.” [Keith MOXEY, op. cit.,  p.90]

[42] Fredric JAMESON,Teoría de la postmodernidad, Trotta, Madrid, 1998, p. 290.

[43] En este sentido manifiesta Moxey: “Una crítica frecuente a los enfoques que intentan hacer que las cuestiones de raza, clase y género sean relevantes para la historia del arte, es decir que estas cuestiones son «ideológicas». Al definirlas como ideológicas, los críticos conservadores las contrastan implícitamente con el discurso de la historia del arte considerado libre de ideologías. Sugieren que estas nuevas iniciativas les dan al conocimiento un sesgo político que subvierte la verdad. […] se les acusa de imponer un programa predeterminado al pasado, de modo que nuestro entendimiento es mediatizado y, por tanto, distorsionado. Lo que molesta de estas formas de interpretación es que exponen, en lugar de ocultar, las perspectivas políticas desde las que son escritas. Estos puntos de vista, que se definen explícitamente, son más visibles que los puntos de vista de aquellos que prefieren ocultarse tras una madeja de datos empíricos.” [Keith MOXEY, op. cit., p.13]

[44] Janet ABU-LUGHOD, op.cit., pp. 111-112. [Traducción propia]

[45] Manuel CRUZ, “Narrativismo”, en: Reyes MATE [Ed.], Filosofía de la historia,  Trotta, Madrid, 1993, p. 258.

[46] Jacques RANCIÈRE, La división de lo sensible. Estética y política, Centro de Arte de Salamanca, Salamanca, 2002, p. 66.

[47] Afirma, en relación con este asunto, Moxey: “Los historiadores del arte tienden a asumir que la historia del arte es más una empresa epistemológica que una  empresa retórica. El poder inherente a esta actitud, y también el peligro, están en la forma en que los estudiosos naturalizan sus supuestos, su tendencia a proponerse encontrar en el material histórico el propio significado que hacen de él. Lejos de denigrar la memoria de los principales historiadores del arte del pasado invocándolos al mismo nivel que sus epígonos nacionalsocialistas, quiero llamar la atención sobre la condición de sus obras como formas de persuasión retórica, más que como descripciones de hechos epistemológicos.” [Keith MOXEY, op. cit., p.105.]

[48] Ibíd., p. 104.

[49] Ibíd.

[50] Fredric JAMESON, op.cit., p. 290.

[51] Ibíd., p. 291.

[52] Ibíd., p. 39.

[53] Ibíd.

[54] Ibíd., p.40.

[55] Ibíd., p.42.

[56] En términos debordianos. Guy DEBORD, La sociedad del espectáculo, Pre-textos, Valencia, 1999, p. 132.

[57] Peter SLOTERDIJK. Crítica de la razón Cínica, Siruela, Madrid, 2003, pp. 170-171.

[58] Andreas HUYSSEN, “Pretéritos presentes: medios, política, amnesia”, en: Huyssen, A., En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Fondo de Cultura Económica, México DF, 2002, p. 19. Sobre la noción de Erlebnisgesellschaft fue creada por Gerhard Schulze en La sociedad de la vivencia: Sociología de la cultura del presente  [Gerhard SCHULZE, Die Erlebnisgessellschaft: Kultursoziologie der Gegenwart, Frankfurt/Nueva York, Campus, 1992.] y que significa “[…] literalmente «sociedad de la vivencia» es difícil de traducir. Se refiere a una sociedad que privilegia las experiencias intensas, pero superficiales, orientadas hacia la felicidad instantánea en el presente y el rápido consumo de bienes, acontecimientos culturales y estilos de vida vueltos masivos a través del marketing.” [Andreas HUYSSEN, “Pretéritos presentes: medios, política, amnesia”, op.cit., pp. 19-20.]

[59] Cfr. Juan Carlos FERNÁNDEZ SERRATO, “Fredric Jameson y el inconsciente político de la modernidad”, COMUNICACIÓN. Revista Internacional de Comunicación Audiovisual, Publicidad y Literatura, nº 1, Departamento de Comunicación Audiovisual y Publicidad y Literatura. Universidad de Sevilla, Sevilla, 2002, p. 263.

[60] Keith MOXEY, op. cit., p. 91.

[61] Ibíd., pp. 121-122.

Daniel Villegas es profesor de la Escuela de Arquitectura, Ingeniería y Diseño de la Universidad Europea de Madrid.  Ha trabajado como artista en el colectivo Fast Food y, posteriormente, de manera individual. Colabora con el proyecto ABM Confecciones. Como investigador ha publicado en diferentes medios específicos como Nolens Volens, revista de la que forma parte del consejo de redacción, Versiones, ArteContexto o salonKritik entre otras. Asimismo, ha producido diversos textos para diferentes catálogos y publicaciones de exposiciones. De manera puntual ha trabajado como comisario.

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