En torno a imágenes sísmicas y pensamientos temblorosos: situarse entre la experiencia y la representación. (Paloma Villalobos)

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Este ensayo se desenvuelve en el límite entre obra y escritura. Por un lado, nos permite observar una serie de imágenes que son parte de El estado de temblor, obra presentada en la 13 Bienal de Artes Mediales en Santiago de Chile (Octubre 2017). Por otro, aúna en forma de escritura, una serie de interrogantes, inquietudes, sospechas que, desde mi experiencia personal, deambulan en torno al pensamiento con imágenes de fenómenos naturales, en especial terremotos y tsunamis, y que, en esta ocasión, se conectan al trabajo El estado de temblor. Sospechas que aparecen como nudos conectores centrales de mis investigaciones visuales y escritas, y que ahondan en aquellas zonas a veces intuitivas difíciles de visualizar o incluso compartir a través de una obra artística.

El estado de temblor y sus imágenes desplegadas durante este ensayo -imágenes, advierto, de intencionada apariencia borrosa, temblorosa, pixelada, confusa- exhibe una serie de fotogramas que he ido capturando desde diversos vídeos que registran tres grandes fenómenos sísmicos: el de Costa Indica de 2004 de 9.1 grados, el de Chile de 2010 de 8.8 grados, y el de Japón de 2011 de 9 grados. Estos tres desastres que implican terremoto y posterior tsunami, fueron filmados masivamente y sus registros circulan por internet como vídeos anónimos subidos por testigos que vivenciaron el movimiento, mediante películas documentales, reportajes televisivos, y por cámaras de control y vigilancia que registran la sacudida “en vivo”.

Hablaré entonces -mediante imágenes, mediante texto- de una especie de juego muy permeable que trata de cómo la experiencia se vuelve representación, de cómo la representación se vuelve experiencia, de cómo la memoria afectiva y perceptiva se torna imagen, o de cómo la vivencia personal es un imaginario común que trasciende fronteras.

 

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Que la tierra y el suelo se sacudieran súbita e incontrolablemente, es una percepción que tuve de pequeña en Santiago de Chile debido a los constantes movimientos telúricos de distinto grado que afectaban de improviso. Mis primeros recuerdos más nítidos, en términos espaciales, ocurren en distintos rincones interiores de mi primer hogar, una casa de madera de los años ochenta cercana a la cordillera de los Andes que por su inestable material, crujía y se removía fuertemente con cada sacudida. Un estado de incertidumbre y de permanente temblor que lentamente fui asimilando como condición común que nos afectaba a todos, fuimos creciendo acompañados de aquellas oscilaciones involuntarias terráqueas, pudiendo observar cómo la normalidad se perturbaba levemente, que las personas se alteraban en distinto grado, que los perros quedaban aullando con un extraño sonido, que debías estar atento a la probabilidad de que la convulsión dejase de ser pasajera, cogiera mayor fuerza y ya no pudieras controlarte, mantenerte en pie ni protegerte. Crecimos, por tanto, atentos a cada pequeño crujir, a cada leve movimiento externo, fijándonos en cada detalle que dejase de parecernos normal y tuviese una especie de “vida propia”, se tambaleara, tiritara.

Más allá de la trascendencia que tienen la cantidad y las altas magnitudes que personalmente he vivenciado con terremotos y seísmos -y me refiero con alta magnitud sobre 8 grados- quisiera compartir aquí el pensar el hecho de ir creciendo sobre un suelo tembloroso, de hacer una vida rutinaria atento a cada posible golpe terráqueo, vulnerables a la perplejidad y a la posible fractura permanente, una condición de constante pregunta en el cuerpo que se deviene como un estado crónico de desvelo.

Sin olvidarnos, debemos advertir esta condición temblorosa contextualizada a un país como Chile, una de las regiones más sísmica del planeta, localizado frente a una frontera de placas tectónicas que son parte del denominado Cinturón de Fuego del Pacífico, y que ha provocado a lo largo de su historia, múltiples y fuertes terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas. La tabla del Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile indica un registro de sismos “importantes y/o destructivos” desde 1570, siendo el terremoto de Valdivia de 1960 de 9.5 grados y de 11 minutos de duración, el más potente registrado instrumentalmente en el globo. Toda la zona del margen chileno litoral se ha roto en algún período de la historia desde que se tiene registro debido al actuar telúrico. Una geografía, por tanto, que a sus habitantes, les hace sentir vulnerables a lo que actúa emancipado de su funcionar, a lo que no recae en su voluntad, aquél “mundo-en-sí” o “mundo-sin-nosotros” como señala Eugene Thacker. Las metáforas de “sentirse una hormiga”, o “sentirse una pelusa” serían aquí sugerentes.

Todos estos registros de perturbación, convulsión, incertidumbre e inminente desastre posterior son parte de las experiencias íntimas y la memoria sísmica colectiva chilena. Escribo con imágenes, entendiendo que este tipo de acontecimientos conmocionan física y emotivamente más allá del sentido científico y racional que pueden tener, más allá del miedo, el trauma, el pánico, el dolor, la pérdida que ellos conllevan. Un tipo de acontecimiento que se dibuja en un lugar de rasgos personales en cada persona según su contexto social y vivencia, pero que también se traza desde la pluralidad de una biografía compartida que se ha marcado públicamente.

Escribiendo con imágenes en mis investigaciones observé que situar mi conocimiento y relacionar mi experiencia podía desenterrar y dar forma a todos aquellos gestos, impulsos y cavilaciones que desde pequeña se fueron elaborando en mi mente y cuerpo tembloroso, activado por esa potencia natural no humana que por más que se intentara explicar en las clases de ciencia y se intentaran ensayar sus riesgos mediante simulacros colectivos de  protección y alerta, permanecían latentes como la misma actividad subterránea, reaparecían, reaparecían y nunca se apagarían del todo. Escribir con imágenes telúricas significa entonces, hablar también de imágenes borrosas, soñadas, ilegibles, inconcientes, imprecisas, que deambulan por zonas más emotivas que verídicas, más porosas que resueltas y que se logran conectar a muchas otras imágenes ajenas que provienen de otros sujetos y sus propias experiencias e intimidades. En ello, pensar en las fuerzas naturales no humanas desde un imaginario que deviene en una pluralidad de voces es crucial, porque permite que los posibles imaginarios y casos tectónicos, entablen un entramado basado en una diversidad que abre otros matices universales que se versionan a partir de un mismo fenómeno terráqueo, pero desde la subjetividad socioeconómica, científica, histórica, geopolítica, metafórica y afectiva.

Esta subjetividad de las voces desde los distintos modos de representación y disciplinas que son parte habitual en mis indagaciones, dan lugar a pensar el evento sísmico ya no sólo desde su propio ocurrir o actuar: en mi investigar -casi en su mayor parte- no pienso en el terremoto o el tsunami en sí mismo, sino en sus formas de observarlo, de recordarlo, de relatarlo, de mediatizarlo, de vincularlo. Pienso en su subjetividad determinada por quién lo ha experimentado y lo ha vuelto un relato. Pienso en un cuerpo sometido al sobresalto telúrico en tanto experimenta, observa, siente, quiere, recuerda y narra.

 

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Y es aquí cuando todas estas imágenes capturadas desde vídeos que devienen de El estado de temblor y que nos van acompañando, cobran sentido, pues intentan detenerse en aquella fricción producida entre experiencia y representación, en ese permeable límite entre cuerpo y aparato, cuando el sujeto tiembla por el sismo, cuando la imagen tiembla por el sujeto o cuando la imagen tiembla por el sistema de control al que está sometido. La ilegible y borrosa visualidad de la mayoría de estos fotogramas parecieran anunciar la distorsión del propio proceso audiovisual subordinado al estado inestable de quién o qué sostiene el aparato fílmico.

Estas capturas erráticas de micro fracciones de segundos son un buen paradigma de las narrativas visuales que me interesa trabajar especialmente en mis investigaciones visuales y escritas, dedicándome a narrativas fragmentadas, a escenas anónimas e ilegibles, a trozos poéticos y fílmicos, o como diría Hito Steyerl, a “imágenes pobres”. Esta dedicación permite que el ejercicio epistémico deambule por zonas imprecisas, dudosas, por subjetividades que parecieran no presentar la obligación de recurrir a los conocimientos más oficiales y hegemónicos, sino, por el contrario, abrir un debate de preguntas globales vigentes que intentan dibujarse hacia un saber descolonizado y desaprendido, donde tanto una fotografía desvanecida donde “no se ve nada” o un gesto tan simple como “abrazarse a un árbol con mucha fuerza”, puedan visualizar el estado de sobrevivencia del cuerpo sometido al instante convulso.

Desde lo poético a lo económico, mi interés metodológico también recae en intentar alejarme de categorías estéticas ya consolidadas en la historia del arte y concentrarme en desplegar con imágenes, nuevas preguntas y sospechas acerca de cómo una reacción de la naturaleza deja tal nivel de estragos sobre el paisaje y desde ahí producir consecuencias dolorosas, violentas y desastrosas a nivel físico y afectivo en el territorio, en los individuos y sus comunidades. Preguntas y sospechas que, a mi parecer, a modo de urgencia, deben reescribirse desde nuestro quehacer artístico pues están cada vez más vivas, no son racionales sino se encarnan en nuestros cuerpos y se enfrentan con su latencia hacia un mañana sin dejar de remecernos.

Ahora bien, trabajar con fenómenos tan específicos sin intentar ilustrar ni ejemplificar con imágenes los hechos, presenta una dificultad inminente, te encuentras dentro de una especie de torbellino donde al objeto estudiado se le atraviesan estables y contundentes exploraciones telúricas previas tanto sociológicas, sicológicas, geológicas… muchas de gran interés para alimentar ciertas problemáticas que incursionan el investigar, no obstante, mi pregunta intenta ser siempre ¿Cómo escribir sobre estos acontecimientos desde nuestra investigación artística? Y desde ahí: ¿Cómo trabajar imágenes que cuestionan los límites de la vida, la desigualdad social, el destrozo al que puede estar expuesto el cuerpo y su hábitat? ¿Cómo pensar con acontecimientos que parecieran no tener responsables humanos, sino provenir de un rugir subterráneo de la naturaleza? ¿Cómo nosotros artistas nos enfrentamos sin cálculos técnicos a ese paisaje que de la noche a la mañana se transforma de familiar a siniestro, trabajando con “imágenes pobres”, o como diría Didi-Huberman con “imágenes síntomas”, o con “imágenes dialécticas” señalando a Benjamin? Imágenes en definitiva, vulnerables.

En todo ello, me ha ayudado al investigar, desarrollar dos nociones que en todo momento se van, de alguna u otra manera, rozando y sugiriendo: por un lado la noción de fricción, y por otro, sin duda, la de desastre.

La primera, la fricción, me permite pensar y realizar metodológicamente el ejercicio de la dualidad y el contraste pues se asocia al fenómeno tectónico mismo y al proceso que voy trabajando donde la contraposición “entre” imágenes, “entre” casos y geografías permiten explorar aquella pluralidad de voces, tiempos y sitios que amplían la universalidad de los hechos dejando entrar en imaginarios subjetivos, aún no descifrados. La idea de fricción física -el roce de dos cuerpos en contacto-, el “entre” como “roce” entre imágenes, el “entre” y el “roce” como lugares de conexión. La fricción producida “entre” placas subterráneas que causan terremotos, temblores y maremotos. Estas placas se presentan como lozas subterráneas rígidas y milenarias, de cien kilómetros de espesor que se superponen en ciertos puntos, deslizándose a más de siete cm. por año y generando una “fricción” “entre” ellas que libera un terremoto en la superficie terrestre y/o marina. Este concepto de “fricción” es aún en la interpretación científica, impredecible, pues, el universo sísmico se reconoce como un fenómeno no-lineal, de distribución aleatoria, no pronosticable y de alta relatividad en su actuar: un área de investigación activa que no funciona a “ciencia cierta”, similar a lo que ocurre en nuestro investigar artístico, y similar a la subjetividad de la representación y a la imagen como síntoma. La fricción también será entendida como un puente de conexión entre telurismos que desde el acontecimiento chileno se traza hacia otras culturas sísmicas como Japón y Tailandia, también definidas por una identidad telúrica que a veces determina y otras trasciende su estructura política y económica.

Asimismo, me resulta clave sugerir una noción de desastre donde el “desastre natural” se aleja del orden natural y se instala como construcción social de categorías y exigencias civiles por donde el comportamiento geológico se filtra dejando al descubierto el tejido socioeconómico. Se filtra punzando en la urgencia de prestar atención a lo no humano, o como precisa Isabelle Stengers, a lo excluido del devenir común y a lo desconocido que seguirá rugiendo, manifestándose sin cálculos humanos previsibles. Un desastre por tanto que ocurre donde se instala el mecanismo humano. Un desastre que parece aunar todas las fracturas físicas y psíquicas, materiales e inmateriales del sujeto y de su vínculo con un mundo natural que le parece externo y que ha ido lentamente olvidando, subordinando y capitalizando.


Paloma Villalobos es artista, fotógrafa e investigadora en estudios de la imagen y visualidad. Doctora en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid (2017), Master en Investigación en Arte y Creación UCM, estudios de postgrado UdK Berlin y licenciada en BBAA U. Arcis Santiago de Chile.  Realiza e investiga imágenes que se preguntan acerca del paisaje natural accidentado, su relato histórico, la geografía que condiciona y los fenómenos naturales. El estado de incertidumbre y lo que se desvanece, son dos matices claves en su hacer.

Ha sido becada por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile, CONICYT (2010-2016), por el programa alemán DAAD (2007-2009) y por el fondo de las artes FONDART (2000, 2003, 2006, 2009, 2013). Participa en Descubrimientos PHE15 Madrid (2015), realiza la Residencia Artística en Antártida del CNCA (2013). Premio en el concurso de fotografía de Galería Patricia Ready (2014), en el concurso Artistas Siglo XXI (2006, 2005), en el concurso del Museo de Artes Visuales MAVI (2007), nominada al certamen de fotografía Rodrigo Rojas Denegri en Chile (2009), entre otros.

Su investigación doctoral “Chile y los desastres sísmicos: reescritura de las narrativas visuales” se concentra en el pensamiento con imágenes y escritos de fenómenos naturales, específicamente terremotos y tsunamis de la historia de Chile y otros contextos. Un estudio interdisciplinar que mediante conexiones visuales genera preguntas y reflexiones en torno a fragilidad, incertidumbre, identidad y memoria sísmica.

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